Como director y fundador de la Colegiata Marsilio Ficino y de la revista Symbolos y su anillo telemático, quiero presentar este nuestro blog oficial de la Colegiata, que esperamos sea ágil y dinámico pese a la profundidad del pensamiento que le es inherente. Lo hacemos también con el Teatro de la Memoria, una nueva manera de percibir lo ilusorio y la ficción que uno puede vivir trabajando en el laboratorio de su alma e intelecto, lo cual es una novedad ya presentida en el tratamiento de la cosmovisión y su representación teatral. Por lo que deseo a esta forma de expresión del Arte –que sin embargo tiene precedentes ilustres– la mejor de las andaduras y el mayor éxito.
Federico González

domingo, 6 de junio de 2010

La Carta

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(Un hombre vestido de negro, sentado en la barra de un bar, tomando una copa. Un foco lo ilumina, y un papel doblado - la carta- le asoma por el bolsillo de la camisa, la toma y la va desdoblando mientras habla).

Ojeando casualmente un libro en casa esta mañana, he encontrado entre sus páginas esta carta. La escribí hace ya años y releerla ahora después de tanto tiempo ha supuesto para mi un verdadero viaje. No, no es una forma de decir, una alegoría. Me refiero a un auténtico viaje que se ha producido en mi interior, recorriendo ámbitos casi olvidados, reviviendo estados, recordando sensaciones, pensamientos, que hoy al recuperarlos finalmente se han recolocado, ordenado, listos para ser olvidados.

Hoy, aquella desesperación tiene un sentido claro que entonces no podía intuir. Cada momento es producto de la tensión por un lado de nuestro pasado, que aunque no lo queramos nos marca, y predetermina en parte toda elección; pero también, y muy especialmente, de nuestro futuro que sin saberlo nos atrae, nos absorbe.

La carta no llegué a enviarla; se ve que el destinatario era yo mismo. Si me lo permiten me gustaría leérsela.

(Lee. Durante la lectura, a ratos recitará de memoria).

“Es extraño. Es profundamente extraño.

Y nadie dice nada, nadie pregunta. Todos haciendo como si las cosas, los seres, nosotros mismos fuéramos en verdad eso, eso que aparentamos.

(Silencio, sigue sin leer, con expresión absorta, medio trastornado).

El panorama es devastador, una multitud de individuos ajetreados, muy ocupados, ¿pero en qué? ¿A quién queremos engañar? ¿A dónde pretendemos que vamos?

Por mi parte, yo hace ya tiempo que me acomodé, que me sumé a la interpretación general; conseguí un papel en la obra, un papel a mi medida, y con eso voy tirando. Pero de repente, surge de nuevo, incontenible como un vómito, la gran extrañeza. ¿Por qué seguir confabulado en tal impostura, en este absurdo simulacro?

¿Es este estado en el que estoy sumido un arrebato de lucidez, producto tal vez del alcohol, o sencillamente me estoy volviendo loco?

La gente habla, y se dirigen a mí con toda normalidad, como si aquello que me dicen pudiera interesarme; yo hago como si los escuchara, les miro a los ojos, y no veo nada. Mientras, sus voces articulan sonidos, modulan cadencias bien curiosas, (lo hace) muy personales. No les oigo, me fijo en sus muecas, en el movimiento de sus bocas que semejan entes autónomos; se mueven con una agitación febril, (imita el movimiento con la mano) absurda y hasta cómica ¡si no fuera tan triste! Absorto en estas imágenes, de repente se hace el silencio; me toca hablar. Mecánicamente repito alguna coletilla, alguna frase hecha sin salir de mi asombro, también modulo entonaciones, más bien secas, y la textura de mi voz es pastosa; me interesa más la textura de las voces, su cosquilleo en mis oídos o en mi paladar..., que lo que dicen: siempre lo ya sabido, lo nada nuevo. Son voces que se acercan y se alejan alternativamente, y alternativamente también o mejor dicho al mismo tiempo, me parecen susurrantes y casi gritos. ¿Cómo explicar la coincidencia de lo contrario? El bolígrafo con el que ahora escribo es casi imperceptible entre las yemas de mis dedos, y simultáneamente me supera su tamaño y su peso desmesurados. Incluso mi respiración alterna sus movimientos con una lentitud imposible, como imposible es su frenética velocidad...

(Se levanta).

Últimamente y cada vez más a menudo mi cabeza se aleja de cualquier conversación. Incluso en las tertulias con mis amigos, me deja perplejo ver como cada uno defiende sus opiniones, su punto de vista con mucho convencimiento. Y a mí todo me da lo mismo, no tan sólo si se habla de política, también sobre filosofía o arte; en verdad no tengo opinión, finjo tenerla pero podría defender cualquier cosa o su correspondiente contrario con la misma convicción, según lo que en aquel momento parezca convenirme, de hecho esto es lo que hago. (Enfático). Todos hacen lo mismo, (mirando alrededor en el bar) pero parecen no darse cuenta...

¡Qué desolación! Todo se hunde y no hay dónde agarrarse... nada...

(Largo silencio).

Pero están tus ojos... Hoy me has vuelto a mirar, un par de veces de soslayo como sin verme, y una tercera de frente, esta vez tan sólo un instante, prolongado, y en este instante estaba todo. (Leyendo). Las cosas tienen sentido, incluso yo mismo, mi vida puede tener significado.
Ya se puede hundir el mundo, con tu mirada me basta.”

(Sonríe, vuelve a guardar la carta).

La carta iba dirigida a una mujer con la que desde hacía meses coincidía a diario a la misma hora en el tren. En aquella época lo único que me mantenía vivo era creerme enamorado, “el embeleso del amor”; necesitaba sentirme enamorado y, ¡el azar! Le “tocó la china” a aquella bella joven que sólo con sus movimientos no sé si espontáneos o calculados, con su forma de verme sin mirarme me llegó a hipnotizar, a obsesionar.

Por supuesto no le entregué la carta, (socarrón) tampoco estaba tan loco. Pero un día sí me senté a su lado y comencé una conversación. La excusa fue el libro que ella, como casi todo el mundo en aquel entonces estaba leyendo: “La insoportable levedad del ser”, una novela cuyo título me fascinaba, pues describía exactamente mi sensación, mi situación. Así conseguí entablar un diálogo que se prolongó en días sucesivos. Ella se mostraba entre distante y divertida, por supuesto no compartía en absoluto “mi locura”, pero por motivos que escapan a la razón, también a la emoción, digamos porque así estaba escrito, le tocó en aquel momento escucharme, simpatizar conmigo, e iniciar una fugaz relación. Otra historia apresurada, y de nuevo fallida.

Las primeras semanas fueron puro fuego, mucha pasión; jugábamos a ser felices. Pero enseguida, desde el comienzo casi, interpuesto entre los dos, el cadáver de nuestra incomunicación; hablábamos idiomas distintos, y nada más... un poco de sexo compulsivo y muchísima tristeza.

No era posible poseer, pero entonces yo todavía no lo sabía. ¿En quién me quería yo fundir? ¿Yo?... O quién debía fundirse en... ¿mí? ¿Iba a decir en mí? ¿Quién es mí?

(Silencio).

Todo aquello debía responder a mi incapacidad de entregarme, de amar, sin más. Esto es lo que cabía suponer, pero ¿cómo sería la capacidad de amar? ¿Conformarse con una relación trivial? ¿Renunciar al vértigo, al abismo de unos ojos? Porque de eso, me decía con orgullo trasnochado, de eso yo prefería no ser capaz.

Y de nuevo la desolación, el sin sentido, y otra vez las muecas de la gente hablándome, aquella extraña cadencia... tan verosímil, y sobre todo la pesadez y levedad insoportables de mi ser. De nuevo la locura.

(Silencio).

Fue una noche de primavera y de insomnio. Mi mente, que hasta entonces yo creía conducir a mi antojo cayó presa de unas imágenes absurdas, ridículas, cada vez más indescriptiblemente grotescas, como un bombardeo. Asustado, me di cuenta de que no podía controlarlas, no podía detenerlas, ¡no era dueño de mi mente! Tras unos instantes de parálisis y de auténtico terror, como impulsado por un resorte, salté de rodillas sobre la cama, y recé. Recé como no había vuelto a hacer desde que era un niño. Entonces mi mente se fue aquietando y pude dormir.

Visto desde la perspectiva de hoy sé que aquel fue un punto de inflexión. Sin darme cuenta había reconocido en mí mismo una instancia superior a mi mente, y de la única manera que sabía la había invocado.

Al cabo de poco fui conducido a través una serie de impredecibles y misteriosos acontecimientos al sitio adecuado y a la hora exacta donde el mensaje era proferido. Yo atendí y recordé.

Un discurso distinto, nuevo y a la vez familiar, cercano. Palabras como símbolo, iniciación, metafísica, que poco o nada decían a mi mente, fueron despertando aquellas realidades que nombraban, y que estaban en mí esperando ser desveladas. Mis preguntas, que no me había formulado de una manera racional y lógica pero que se habían manifestado en forma de angustia, casi de enajenación, tenían respuesta.

Ya no haría falta fingir, improvisar “opiniones”; desde la quietud del centro sólo habría misteriosas certezas, que se expresaban de formas imprevistas, mágicas, a menudo a través del silencio. La aventura de conocer, de conocerse, y la continua complementación de lo luminoso y lo oscuro, lo vacío y lo lleno como un vibrante juego intelectual, del cual aquella ya lejana distorsión sensorial no hacía sino simbolizar por inversión analógica.

Ya podía reconocer en aquel estallido de mi deseo inabarcable la añoranza de lo que el mundo era en realidad, de lo que yo mismo era.

Me había “dado vuelta como un guante”.

Desde entonces me he ido sabiendo, a pesar de mis múltiples errores y limitaciones, cada vez más ajeno a mi historia, a mi pasado, más ajeno a mí mismo, y simultáneamente impelido con una fuerza irresistible hacia aquel lugar que el futuro simboliza.

Amor es el nombre de la fuerza que me atrae y me guía, y Amor es el nombre del lugar hacia el que soy absorbido, el lugar añorado, mi Origen, mi Ahora, mi Destino.

(Telón).
Antoni Guri

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