Como director y fundador de la Colegiata Marsilio Ficino y de la revista Symbolos y su anillo telemático, quiero presentar este nuestro blog oficial de la Colegiata, que esperamos sea ágil y dinámico pese a la profundidad del pensamiento que le es inherente. Lo hacemos también con el Teatro de la Memoria, una nueva manera de percibir lo ilusorio y la ficción que uno puede vivir trabajando en el laboratorio de su alma e intelecto, lo cual es una novedad ya presentida en el tratamiento de la cosmovisión y su representación teatral. Por lo que deseo a esta forma de expresión del Arte –que sin embargo tiene precedentes ilustres– la mejor de las andaduras y el mayor éxito.
Federico González

domingo, 22 de agosto de 2010

El Teatro, Vehículo de Conocimiento. I

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Les presentamos la primera parte de la conferencia ofrecida por Carlos Alcolea en el CES de Zaragoza y Barcelona durante el pasado curso, cuya reseña fue colgada el mes de marzo.




El teatro entendido como vehículo de conocimiento, es un soporte que en sí mismo contiene la idea de que la vida es ilusión, o como muchos autores han proclamado, un sueño, una realidad menor que se encuentra circunscrita a lo ilimitado. También un modelo válido para comprender que los condicionamientos y restricciones inherentes a la propia existencia, son puertas a lo indeterminado. O sea, que desde esta perspectiva, el hombre puede ser visto como un actor al que no le queda otra que actuar, dada su ubicación en este gran escenario que es el mundo, y a través de la propia actuación, comprender que existe la posibilidad de superar los límites que enmarcan lo manifestado, incluyendo la individualidad, que no es sino un compuesto de formas corporales y mentales, siempre condicionadas por el medio en mayor o menor medida. Por lo que es mejor no implicarse demasiado en el papel que a cada cual nos toca representar hasta el punto de creer que nuestras circunstancias personales, tan efímeras como la vida misma a la que pertenecen, constituyen la única realidad posible. Todo es cambiante, nada permanece excepto las Ideas arquetípicas, que disfrazadas bajo diferentes ropajes se difunden a través de los tiempos, eternamente auténticas y vivificantes. En este sentido, el teatro constituye una de las muchas formas artísticas en que lo inexpresable continúa manifestándose como posibilidad siempre viva que contiene en sí la capacidad de actualizar los principios divinos, como lo atestigua el hecho de que a pesar de la decadencia que vivimos, en nuestros días se sigan realizando numerosas representaciones teatrales sobre textos clásicos y aún sapienciales. Igualmente destacar la labor de aquéllos escritores verdaderamente inspirados y por ello inspiradores, desgraciadamente mucho más numerosos en épocas anteriores a la nuestra. Autores que nos han dejado una gran cantidad de obras asombrosamente lúcidas. Incluso algunas nuevas que están viendo la luz ahora, cuya cualidad esencial y didáctica contribuye a transmitir y mantener viva la llama de la Tradición Unánime y Primordial, que de esta forma se expresa a través de textos claramente significativos; cuyos personajes, situaciones y conflictos no son solamente un reflejo psicológico y social del momento, sino que además representan un modelo simbólico de otros planos que exceden a este en el que estamos insertados. En cualquier caso, lo que más abunda en estos tiempos es una preocupación obsesiva por contar historias más bien rasantes, en donde lo anecdótico, psicológico o la denuncia social (por cierto muy a la moda), constituyen el núcleo de la trama, sin posibilidad de nada que vaya más allá. Si uno es lo que conoce, y aquello que se conoce sólo es mediocridad impuesta por el medio, pocos resultados se pueden esperar.
No es el caso de escritores como William Shakespeare, cuyas obras siempre resultan vivas y actuales. Y no sólo porque en ellas esté implícita una reflexión sobre las relaciones humanas y sus pasiones como se ha dicho una y otra vez, las que por cierto muchos de los estudiosos y eruditos del teatro toman como universales, cuando en realidad, desde la perspectiva que tratan el tema son puramente individuales. En este sentido hay demasiada confusión y se tiende a establecer vínculos por lo bajo, es decir, que se le da tanta importancia a lo mental (egos, fobias, manías, etc), que al parecer no hay otra posibilidad que la de pretender universalizar lo individual desde un punto de vista psicológico. Dentro de un enfoque tan reducido como es éste el caso, sólo cabe hablar de poder, odio o amor, como aspectos sin posibilidad de reconciliación. Si los textos de Shakespeare siguen resultando tan novedosos, es porque las ideas que se expresan en ellos son atemporales, es decir arquetípicas, divinas si se quiere. Y los resultados son los que ya se conocen, obras que reúnen conceptos esenciales, en donde lo particular es ante todo un reflejo de lo universal. En este sentido, resulta interesante recurrir a alguno de estos dramas para darse cuenta de la sutileza con que se desarrolla su argumento. Por ejemplo, “El Mercader de Venecia”, esconde un conjunto de ideas Herméticas, Neoplatónicas, Cristianas y aún Cabalísticas, expresadas de forma simbólica a lo largo de toda la obra. Al mismo tiempo y de una forma menos velada, se muestran importantes acontecimientos que por aquélla época tenían lugar en Europa: una aversión generalizada hacia los judíos expulsados de Sefarad, e instalados en países como Italia, lugar donde se ubica esta obra. Lo que se pretende señalar es que esta migración masiva marcó en mucho los derroteros de Europa, y Shakespeare así lo indica solapadamente, pues gracias a ello se expandió por el viejo continente un pensamiento que fue un impulso regenerador en todos los sentidos. Nos referimos a la Cábala. Particularmente este éxodo resultó muy traumático para la gran mayoría de afectados, pero desde una perspectiva más universal fue una gran cosa, pues gracias a ello se dio la posibilidad de una adaptación, y porqué no decirlo, de una renovación en cuanto al pensamiento sapiencial y sagrado que es el que en definitiva, querámoslo o no, marca y define una cultura, y Shakespeare, embebido de ello lo señaló con gran acierto. En efecto, en esos días una gran disputa religiosa, social y moral enfrenta a cristianos contra judíos, pero ambas facciones, opuestas por intereses más bien oscuros y por lo tanto mundanos, no ensombrecen a un pensamiento que supera en mucho cualquier oposición. De ahí que los auténticos sabios de la época vieran claro que no puede existir contradicción en dos ramas que pertenecen a un mismo tronco y por ello, la doctrina unánime y primordial se renovó y asimiló en lo que se podría denominar como Tradición Judeo-Cristiana. Desde este enfoque, la escena de la fuga de Jéssica (hija del judío prestamista), con Lorenzo (un joven cristiano), bien puede simbolizar la conjugación de estos dos aspectos regenerados y unidos por Amor.

LORENZO: (...) Aquí vive mi suegro, el judío. ¡Eh!, ¿quién hay ahí?
Se asoma Jéssica, arriba, vestida de muchacho.
JÉSSICA: ¿Quién sois? Decídmelo, para mayor seguridad, aunque juraría que conozco vuestra voz.
LORENZO: Soy Lorenzo, tu amor.
JÉSSICA: Lorenzo, ciertamente; y mi amor, desde luego, pues, ¿a quien amo yo tanto? Y ahora ¿quién sabe si soy tuya, Lorenzo, sino tú?
LORENZO: El cielo y tus pensamientos son testigos de que lo eres.
JÉSSICA: Ea, toma esta arqueta: vale la pena. Me alegro de que sea de noche, y no me veas, pues estoy muy avergonzada de mi cambio; pero el amor es ciego y los amantes no pueden ver las lindas locuras que cometen: pues si pudieran, hasta Cupido se ruborizaría al verme así transformada en un muchacho.
LORENZO: Baja, pues has de ser mi porta antorchas.
JÉSSICA: ¿Cómo, he de sostener la luz para que se vea mi vergüenza? Ella misma, a fe, ya está bastante clara. Ay, amor, ése es un cargo para hacer ver, y yo habría de oscurecerme.
LORENZO: Y así lo haces, amada, precisamente con el delicioso vestido de muchacho. (...). (William Shakespeare. “El Mercader de Venecia”. Acto II. Escena VI).

A este respecto, hay que añadir que durante la diáspora de Sefarad, es decir, la expulsión de los judíos, muchos hebreos se convirtieron al cristianismo con el propósito de pasar desapercibidos bajo ese disfraz. Así, encubiertamente y sin ser molestados pudieron continuar con sus tradiciones, preservando una sabiduría ancestral expresada, como ya se ha señalado más atrás, a través de la Cábala, la que junto con otras doctrinas terminarán por renovarse gracias al intercambio intelectual entre cabalistas, hermetistas, magos, teúrgos, etc. Como se ve, a lo largo de la historia los fundamentos divinos siempre se manifiestan de una u otra manera, pues constituyen los pilares sobre los que se asienta una cultura. ¿Qué sería de una civilización sin un soporte sagrado, un centro alrededor del cual organizarse, y qué otra cosa mejor para el buen funcionamiento de un pueblo que seguir el ejemplo de la Perfección, situada en un plano más allá de cualquier juicio individual y personalizado? Entonces, desde el punto de vista de lo particular, ¿quién se atreve a juzgar, a dictaminar sin temor a equivocarse lo que será mejor en esta o aquélla situación?, Como dice Albany, esposo de una de las hijas del Rey Lear,

ALBANY: “(...) buscando mejorar, estropeamos a menudo lo que bien está”. (William Shakespeare. “El Rey Lear”. Acto I. Escena IV).

Y es que lo mejor no siempre es lo pretendidamente bueno y viceversa. En cualquier caso y ante la duda, quizá sean convenientes los preceptos del bufón, que aconseja al Rey Lear rodearse de Prudencia, Humildad y Generosidad. Tres virtudes, o mejor, tres Gracias que iluminan un camino complicado por lo paradójico.

BUFÓN: “¡Atento, amo!
No enseñes todo lo que tienes
ni digas todo cuanto sepas,
prestando menos de lo que posees,
usa el caballo y no las piernas,
no creas todo lo que dicen,
tampoco todo lo que veas,
si permaneces en tu casa
no arriesgas todo lo que llevas;
déjate de bebidas y de putas
y tendrás más de veinte por veintena”.
(William Shakespeare. “El Rey Lear”. Acto I. Escena IV).

Al parecer, los pensamientos del bufón encubren cierta sabiduría tras la máscara de su aparente locura, por lo que no es únicamente un personaje bromista que suelta ocurrencias más o menos graciosas poniendo en tela de juicio todo lo que ve.

Es así como se entendía en la Edad Media, donde el juglar era por ello identificado en cierto modo con el bufón; y se sabe, por otra parte, que el bufón era también llamado “loco”, aunque realmente no lo fuera, (...). Si a ello se añade que el juglar, (...), es habitualmente un “errante”, es fácil comprender las ventajas que ofrece su papel cuando se trata de escapar a la atención de los profanos o de desviarla de lo que conviene dejar que ignoren, sea por razones de simple oportunidad, sea por otras razones de un orden mucho más profundo. En efecto, la locura es en suma una de las máscaras más impenetrables de las que la sabiduría puede cubrirse, ya que es su extremo opuesto; es la razón de que en el Taoísmo, los “Inmortales” son siempre descritos, cuando se manifiestan en nuestro mundo, bajo un aspecto más o menos extravagante e incluso ridículo, y que, por añadidura, no está exento de cierta “vulgaridad”, (...). (René Guénon. “Iniciación y realización espiritual”. Cap. XXVII. “Locura aparente y sabiduría oculta”).

O sea, que tras la apariencia de gracioso y excéntrico se ocultaban algunos de los grandes iniciados para cumplir en el exterior con alguna misión especial o bien para pasar desapercibidos entre la multitud ignorante, que por lo general no debía comprender sino muy superficialmente la profundidad de lo que se recitaba o cantaba. Desde luego, siempre ha habido seres, que por distintos motivos armonizan de manera natural con aquéllas vibraciones sutiles, es decir, ideas divinas, que resuenan en el corazón, estimulando el recuerdo de lo más esencial. Escuchar los acordes del sonido inaudible en la forma que sea, significa experimentar en simultaneidad una afinidad inmediata hacia esas ideas, siempre presentes en el ser humano y todo cuanto le rodea, pues ellas y sólo ellas, son las que dan sentido y en definitiva conforman el propio tejido de la vida, la chispa vital. Lo semejante atrae a lo semejante.

LORENZO: (...) ¡Con qué dulzura duerme la luz de la luna en ese macizo! Nos sentaremos aquí y que los sones de la música se deslicen en nuestros oídos: la blanda calma y la noche se hacen notas de una dulce armonía. Siéntate, Jéssica. Mira cómo el firmamento del cielo está densamente tachonado de patenas de oro claro: hasta en la más pequeña esfera que observes hay un ángel que canta en su movimiento, haciendo coro siempre a los querubines de ojos niños. Tal armonía hay en las almas inmortales; pero mientras esta fangosa vestimenta de corrupción siga groseramente cerrada, no podemos oírla.
Entran los músicos.
¡Vamos, venid! Despertad a Diana con un himno: con los toques más dulces, penetrad en el oído de vuestra señora y atraedla con la música. (Música).
(...) Observa sólo una manada salvaje y retozante, o un grupo de potros jóvenes y sin domar, dando locos saltos, aullando y relinchando, conforme a la naturaleza caliente de su sangre: si por casualidad oyen sonar una trompeta o si un aire de música toca sus oídos, notarás que se detienen a la vez, y sus ojos salvajes se reducen a una mirada humilde por el dulce poder de la música: por eso el poeta fingió que Orfeo movía árboles, piedras y ríos: puesto que no hay nada tan terco, duro y lleno de cólera que la música no lo cambie de naturaleza por algún tiempo. El hombre que no tiene música en sí mismo y no se mueve por la concordia de dulces sonidos, está inclinado a traiciones, estratagemas y robos; las emociones de su espíritu son oscuras como la noche, y sus afectos, tan sombríos como el Erebo: no hay que fiarse de tal hombre. (...). (William Shakespeare. “El Mercader de Venecia”. Acto V. Escena I).

La poesía implícita en la propia estructura de estas ideas, encuentra eco en todos los mundos o planos, conformando una composición armoniosa que sobrepasa la audición física. Como una música que emanada por las potencias celestes resuena en el interior del hombre de forma tan sutil como imperceptible para los sentidos, que sólo captan impresiones sensibles. Por ello, difícilmente se pueden llegar a percibir estos acordes divinos si no es por la contemplación, un estado de carácter interior, a través del cual puede experimentarse el sonido inaudible del infinito. En efecto, el ser individual tan atraído por las formas exteriores, ha perdido la noción esencial de las cosas y ya no se ve como lo que siempre ha sido: un reflejo del Ser Universal. Vivificar este estado supone vibrar al mismo tono que marca el diapasón divino. Tal cual la armonía implícita en el movimiento de las esferas planetarias, cuyos desplazamientos y rotaciones unas alrededor de otras y sobre sí mismas, tienen su origen en la idea de Equilibrio, expresada a través de un sistema de fuerzas en permanente oposición y conjugación, que establece una dialéctica, un orden acompasado en el que se reproducen los ritmos y ciclos cósmicos a imagen de la eternidad inmóvil, manifestada en el alma humana como una bella danza, en donde se alternan distintas respiraciones y desplazamientos, contracciones y expansiones, vinculadas a vibraciones de carácter sutil, que promueven silencios y pautas sonoras, marcan intervalos y cadencias rítmicas que definen el entramado de la existencia individual, tanto más acorde con el origen, cuanto más armonice con aquéllas emanaciones primigenias.
La idea de Armonía, entendida como unión en lo divino, equivale a la vivificación de aquello que está detrás de todo el entramado universal, es decir, de lo innombrable. Por ello, aquél que por la Gracia liga con lo sagrado, y es conducido hasta el centro del Sí mismo, comprende de manera esencial, los distintos e indefinidos aspectos de lo manifestado, pues en esa espontaneidad posee la capacidad de nombrar todas las cosas verdaderamente, ya que conoce el modelo arquetípico, el molde que las ha generado que es en definitiva lo que les confiere su nombre prototípico. Dicho de otro modo y por semejanza, cuando un ser humano deviene uno con la deidad, puede afirmarse que su situación ya no es únicamente individual sino ante todo universal, y por ello vinculada con la función esencial que desempeña como mediador entre lo divino y lo terrenal.

(continúa)