Como director y fundador de la Colegiata Marsilio Ficino y de la revista Symbolos y su anillo telemático, quiero presentar este nuestro blog oficial de la Colegiata, que esperamos sea ágil y dinámico pese a la profundidad del pensamiento que le es inherente. Lo hacemos también con el Teatro de la Memoria, una nueva manera de percibir lo ilusorio y la ficción que uno puede vivir trabajando en el laboratorio de su alma e intelecto, lo cual es una novedad ya presentida en el tratamiento de la cosmovisión y su representación teatral. Por lo que deseo a esta forma de expresión del Arte –que sin embargo tiene precedentes ilustres– la mejor de las andaduras y el mayor éxito.
Federico González

jueves, 2 de septiembre de 2010

El Teatro, Vehículo de Conocimiento. II

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Segunda parte de la conferencia ofrecida por Carlos Alcolea en el CES de Zaragoza y Barcelona durante el pasado curso, cuya reseña fue colgada el mes de marzo.


En el fondo, el teatro entendido en su más alto significado es así, se encuentra estrechamente emparentado con un conocimiento que trasciende la propia individualidad. Gracias a ello se pueden establecer relaciones y analogías entre esta disciplina artística y lo que ella misma simboliza. A la luz de estos principios, todo lo pretendidamente metódico y/o academicista que pretenda encasillarlo perderá relevancia. Lo sagrado no entiende de procedimientos clasificatorios ni sistematizaciones, por su propia naturaleza libre y despojada de todo condicionante. Ni siquiera la más eminente escuela o enseñanza profana puede compararse al Colegio Invisible, donde se aprende de forma directa, sin intermediarios, siendo uno con el Ser Universal.
Por lo que ante todo, y pese a que generalmente occidente no lo reconoce, el teatro (como todo Arte Tradicional), es un vehículo simbólico, y como tal lleva en sí la unión entre la sustancia (el hombre), y la esencia (la idea creadora). Como punto de partida, se requiere una predisposición sincera a estas ideas, una receptividad indispensable que posibilite la encarnación con el Ser. Además, la fluidez en el trabajo interpretativo siempre será más desenvuelta y bella en la medida en que se produzca ese vaciamiento necesario, apto para albergar la posibilidad del Conocimiento, a partir de lo cual se puede representar cualquier personaje de forma abierta y libre. Es entonces cuando se puede hablar de vocación en su verdadero y más auténtico significado. En este sentido, si el ser humano nace con unas cualidades esenciales, que lo determinan para cumplir este o aquél oficio en conformidad con lo Sagrado, esta nuestra querida sociedad debería tener en cuenta dichas posibilidades en vez de descartarlas de antemano. Otra degradación más que se suma a la larga lista de las que vienen produciéndose desde hace ya mucho tiempo de forma cada vez más alarmantemente generalizada, y todo en nombre del igualitarismo, cuya pretendida infalibilidad no es sino una gran patraña, producto del afán democrático. En efecto, si no hay dos seres humanos repetidos sobre la faz de la tierra, ¿Por qué se nos trata como si fuéramos autómatas que funcionan por repetición? Así es como se genera un odio monstruoso hacia el mundo, ya que el hombre se siente vacío, incomprendido, al no poder desarrollar aquellas facultades que le son innatas y que están vinculadas a lo divino. Estas capacidades de las que hablamos, son magníficos vehículos de conocimiento, pues llevan en sí la posibilidad de ligar con lo suprahumano. Cosa evidente para una sociedad tradicional, en donde cada cual desempeña una función, cumple con un oficio coincidente con las características naturales y temperamentales de cada individuo. De este modo se organiza una comunidad sagrada, en conformidad con la estructura cósmica que le sirve de modelo.
Las miríadas de estrellas inscritas en la bóveda celeste, giran alrededor de la Polar que signa el centro inmutable desde donde se organizan las revoluciones celestes del universo, imagen simbólica de la inalterabilidad del Principio rector, que desde su trono gobierna los cielos invisibles.

CESAR: Me podría dejar conmover, si fuera como tú: si supiese rogar para conmover, los ruegos me conmoverían: pero soy tan constante como la estrella Polar, que no tiene en el firmamento pareja de su condición fielmente fija e inmóvil. Los cielos están pintados de innumerables centellas: todas son de fuego, y cada cual brilla: pero hay sólo una entre todas que permanezca en su sitio. Así es en el mundo: está bien provisto de hombres, y los hombres son de carne y hueso, y comprenden; pero en todo su número, conozco uno solo que mantenga su rango inconmovible, sin agitarse con el movimiento: y ese soy yo. (...) (William Shakespeare. “Julio Cesar”. Acto III. Escena I).

Lo que le confiere al emperador su legitimidad para gobernar, es la posición central que ocupa, entendida no como una ubicación física, sino más bien como un estado supraindividual, el único válido para dirimir con verdadera justicia los designios de una nación, cuya administración y reglamentos configurados según la armonía universal, concilian todos y cada uno de los aspectos sociales. Podría decirse que la propia Sabiduría, encarnada por el dirigente de forma espontánea, es la que ordena el mundo, sin inmiscuirse lo individual o personal, que tampoco debe ser menospreciado. Bien al contrario ha de valorarse, pero en su justa medida, por ser el soporte a través del cual se expresa lo espiritual. “Al César, lo que es del César”.
Aquél que ha alcanzado el centro de la “rueda cósmica”, está completamente desapegado del resultado de toda acción, y por ello no actúa sino espontáneamente, libre de cualquier condicionante. Este es el significado del “No hacer” que todas las tradiciones han formulado cada cual a su manera, y que no guarda ninguna relación con la pasividad o el quietismo que muchos han creído ver en esta enseñanza, confundiendo estos términos con algo tan distinto como es el carácter receptivo necesario para recibir una influencia espiritual. En cualquier caso, se trata de una cuestión que supera en mucho cualquier expectativa particular, por lo que obviamente tiene más que ver con la Voluntad divina que con la individual, siempre secundaria con respecto a la primera.
Dicho lo cual afirmamos, que toda actividad artística desarrollada con una actitud interesada, ya sea buscando un cierto reconocimiento individual, social o de otra índole (como puede ser una necesidad de auto superación y crecimiento personal, muy acorde con la psicología y la moda “new age” de hoy día), un enfoque así, decimos, solo alcanza cuestiones más bien relativas y secundarias. Por el contrario, cuando un trabajo está realizado sin más premeditación que la de hacerlo verdaderamente bien hecho, es decir, cuando está “Hecho con Arte”, a imitación del modelo prototípico, la valoración de dicho trabajo como tal se da por sí sola, pues Es Perfecto en Sí Mismo. En un caso así, el artista reconoce que el mérito trasciende la propia individualidad, y aunque pueda firmar la obra con su nombre, como actualmente se hace, sabe que en realidad tal obra es anónima, es decir, comprende cabalmente que es una manifestación de lo Eterno y por lo tanto se ve a sí mismo como un vehículo a través del cual se revela lo divino. Este enfoque tan insólito para el hombre de nuestros días, puede aportar nuevas e interesantes posibilidades sobre el auténtico valor del anonimato, que entendido en su más alta expresión, se practicaba en todos los oficios y artes durante la edad media y otras épocas, guardando estrecha relación con el misterio insondable que representa la Eternidad, cuya cualidad atemporal no puede ser nombrada de ninguna forma, pues hacerlo sería rebajarla a lo perecedero, a lo terrenal, cosa del todo punto imposible por su propia condición.
Los iniciados de todos los tiempos y lugares se refieren a ello como un secreto, dado su carácter abstracto y por ello intransferible, es decir, incomunicable, si no es a través del símbolo, cuya inteligibilidad es posible gracias al espíritu, que como se dice, sopla donde quiere.
Como ya se sabe, en la actualidad el asunto del anonimato resulta impensable. La mayoría de nuestros artistas, firman sus obras como una reivindicación personal de los logros pretendidamente artísticos, gracias a los cuales se puede destacar entre la multitud. Por ello, el valor de una obra tiene más que ver con la firma del autor que con otra cosa. Por otro lado, y dada la gran degeneración actual, no suscribir una obra, supone casi con toda seguridad que otros la utilicen para sus propios fines, como sucede con textos sapienciales, que son tergiversados y lo que es más grave, manipulados de forma interesada con objetivos perversos.
Por lo que se ve, el tema de la autoría se ha llevado al extremo. Pero lo que casi nadie tiene en cuenta es el inconveniente que supone para el individuo esa necesidad que generalmente se tiene por alcanzar un reconocimiento social en mayor o menor grado, y que no es sino un gran impedimento para la fluidez de lo sutil en cualquier labor. Y si bien es cierto, que un actor de estas características puede llegar a tener cierto nivel interpretativo, no es menos verdad que el propio deseo le impedirá ir más allá de lo meramente formal y por lo tanto, será difícil que su trabajo sea Bello en Sí mismo, pues su centro de atención estará localizado en lo superficial, es decir, en lo externo, con exclusión de aquéllos aspectos más esenciales, de carácter interior, que se manifiestan a través del silencio, produciendo certezas inesperadas que ligan con la perennidad de lo eterno.
Toda acción llevada a cabo de forma oportunista, es decir, por cuestiones particulares más bien interesadas, es producto del ego que desea conseguir algo para su propio beneficio. Dicha acción al estar condicionada por el deseo, no posee en sí misma un carácter espontáneo, en armonía con la instantánea totalidad, como sería el caso de aquél que situado en el centro, y por lo tanto más allá de cualquier contingencia, experimenta que su propia individualidad es nada más y nada menos, que un vehículo a través del cual se expresa la divinidad, una caña hueca por la que se manifiestan los acordes del sonido inaudible, que tantas veces fueron cantados y recitados por el juglar de la edad media y el renacimiento

(...) Que entre chanzas, bromas y alegrías reproduce de manera amable las acechanzas, gestos y paradojas de su Creador. Nuestro personaje canta mediante artilugios la realidad de lo creado de la cual él sólo se vive como un actor en la indefinitud de los gestos y las memorias que habitan el teatro del mundo. El juglar es un títere entre títeres que repite, recreándola, a la creación original de la cual es un instrumento. Siempre penando, o en fiesta, aquel juglar que todos poseemos nos alegra a veces con una esperanza que ya fue, o con un pasado totalmente futuro. Estos personajes, como (...) El Loco (...) y El Mago, recorrieron (y recorren), según el Tarot, los caminos de Europa y el mundo. (Federico González. “El Tarot de los Cabalistas”. “Vehículo Mágico”. Pág. 176. Edit. “Kier”).

Otra de las trabas más comunes en este oficio, es querer entender racionalmente su mecanismo, y por ello a menudo el actor se pregunta cual será la manera más adecuada de interpretar este o aquél personaje. En realidad, en la pregunta ya surge el primer obstáculo, pues de lo que se trata es de encarnar el personaje, osea, de ser este personaje, y no de preguntarse cómo podría ser este personaje. Y cuanto más se lucha por intentar racionalizarlo, más alejado se está de comprender la sutileza del asunto, que ante todo exige un “rendirse” a aquello que siempre ha estado en uno mismo, lo que entronca con la indefinidad de posibilidades inherentes al Ser universal.
Un verdadero rapsoda, un bardo, un vate (adivino, poeta), en definitiva un actor que se precie como tal, debe tener plena consciencia de que no actúa por sí mismo ni para sí mismo, sino que trabaja con un fin que le supera y que va más allá de su condición individual, por lo que se encuentra en continua

(...) lucha por imponerse a si mismo con la ayuda de si mismo; por definición y vocación estará permanentemente solo y permanecerá incomprendido. En ese –y en todo– sentido el bardo no difiere del héroe y su comportamiento. El vate es un poeta y adivino, como el profeta, que actualiza siempre la perennidad del tiempo. La profecía es un don que se obtiene por inspiración y se refiere siempre al presente que es el único lugar en la geografía de lo Eterno (...). (Reseña escrita por Federico González. Sobre el poeta Antonio Fernández Molina. “Libros del Innombrable”).

La obra de arte (que se realiza en el propio actor), consiste en ser uno con la divinidad a través del conocimiento que promueve el teatro cuando éste es encarado como algo eminentemente sagrado, es decir, como un hecho simbólico y por ello significativo. Este pensamiento, tan distante del mundo moderno, todavía es válido para algunas culturas tradicionales, que reconocen la importancia del rito como regenerador del mundo.
Pero el occidental, que no va más allá de la literalidad, piensa que el rito no es más que una especie de ceremonia dramática sin mayor trascendencia, algo así como un psicodrama en el sentido más rasante del término. Sirva como ejemplo la idea del casamiento, que en occidente ha sido rebajada a una cuestión de tipo puramente contractual, en donde el concepto de compromiso no va más allá de lo oficial, sin siquiera sospechar que como símbolo el matrimonio establece un vínculo de unión que supera lo formal, es decir, que unifica las potencias celestes (activas, masculinas), con las terrestres (receptivas, femeninas).
A pesar de esta incomprensión e intolerancia, el hombre moderno continúa empeñado en creerse mejor que sus predecesores, y por supuesto, más adelantado que cualquier sociedad tradicional. Arrogándose el derecho de emitir juicios parciales sobre el asunto como si fueran verdades absolutas, y en definitiva ninguneando constantemente un pensamiento que por no entenderlo lo toman como una infantilidad, ¡Qué ilusos! Así es como se producen las confusiones más habituales en este género de cosas, y lo que el experto considera un simple comportamiento social con fines prácticos para el buen funcionamiento de la tribu, en realidad es un procedimiento sagrado en el que por supuesto están incluidos los aspectos colectivos, siempre organizados de forma jerárquica. Esto, ni más ni menos, representa un modelo para algunas culturas tradicionales que todavía se mantienen vivas gracias al rito que abre espacios cualitativos, cuyo desarrollo en forma más o menos dramática ha devenido para el occidental en una curiosidad exótica, cuando no esnobista (como el teatro Noh Japonés o la danza Balinesa), digna de los gustos teatrales más sofisticados sin siquiera sospechar, que se trata de algo que excede lo humano. Para estas comunidades, el teatro no es un mero espectáculo realizado únicamente para entretener, como podría pensarse desde un punto de vista occidental, sino que sobre todo es un acto sagrado, un rito en donde se representa de manera significante las gestas de los dioses y héroes mitológicos que conforman una cosmogonía, asumiendo que con esta operación los actores encarnan ciertas energías propias de estos dioses y héroes míticos. Los gestos y voces que se suceden, son la repetición de esos modelos ejemplares, es decir, que son un equivalente de aquellos gestos que por decirlo de alguna manera, los dioses realizan en tiempos pretéritos, estableciendo un modelo Ideal que sienta las bases de la cultura. Este hecho los convierte en sagrados y su reiteración periódica es regeneradora, pues nos devuelve a ese momento primigenio que entronca con lo eterno.
Como se ve, esta forma de entender el Arte en general y el teatro en particular, ha quedado enterrada en el olvido. Por contra, lo más importante es la imagen individual, la apariencia externa, el éxito social. Una tendencia que incluso se ha extendido por oriente, que en este y otros muchos aspectos parece estar siendo absorbido por occidente, aunque pensamos, no sabemos si demasiado optimistamente, que sólo se trata de apariencia. En cuanto al arte teatral como vehículo de Conocimiento, puede decirse que ha caído en desgracia, pues como todo lo demás, está desligado casi por completo de su esencia original. Afortunadamente todavía existen pequeñas compañías de teatro, como la “Colegiata Marsilio Ficino”, cuyo director, Federico González, escribe para ella y sus actores unos textos tan bellos como profundos. La última de las obras se estrenó el 21 de Noviembre de 2009 y lleva por título “Lunas Indefinidas”. Su argumento es toda

(...) una síntesis del viaje que inicia un candidato al acercarse y llamar a la puerta de la “organización” (“llamad y se os abrirá”), quien es instruido mediante una serie de entrevistas en cuyos diálogos podemos seguir un itinerario prototípico, con sus ascensos y descensos, su aceptación y rechazo y la consiguiente reacción de los egos que, sometidos a presión, explosionan lanzando al sujeto en espirales a veces esperpénticas, a veces luminosas. Tanto el candidato –o paciente- como los doctores que lo atienden y tratan son representados por diferentes actores en las distintas “fases de la obra”, lo cual puede verse como el despliegue de los numerosos egos con los que cada uno de nosotros nos identificamos, defendiéndolos a muerte como si nos fuera en ello la vida. Una obra luminosa, divertida, conmovedora, penetrante, revulsiva, sutil y liberadora muy bien interpretada por la Colegiata Marsilio Ficino. (...). (Mª Victoria Espín. “Historia Viva”. “Un recorrido por la obra de Federico González”. Cap. VIII. Período 2006-2009 (II). “Colegiata Marsilio Ficino”. Pág. 324,325. Edit. Symbolos).

Por lo que se ve, aún quedan grupos que a través del teatro u otras artes trabajan con lo sutil, abriendo brechas hacia el infinito. No obstante, poca esperanza puede haber en un mundo sin apenas tiempo ni espacio para lo fundamental. El concepto de arte dramático tal y como se entiende hoy en día, está más enfocado al exhibicionismo que a otra cosa. Es decir, que en muchos casos y de manera más o menos encubierta, se trata de un intento por conseguir cierto status social e incluso fama, lo que no deja de ser un reflejo, aunque muy invertido, de un deseo que desde este punto de vista es inabarcable, pues en verdad, lo que se echa de menos es algo que supera lo individual, y difícilmente podrá ser aprehendido desde una perspectiva tan rasante como es la personal. Empeñar la existencia en este tipo de cosas es vivir esclavo de la mediocridad, “venderse por un plato de lentejas”, con el que por otra parte jamás saciaremos nuestros apetitos, aunque se crea lo contrario. En definitiva, complacer a los egos de una manera gratuita es “pan para hoy y hambre para mañana” y ni aún eso.

“(...) El ego hoy llamado deseo de “perfección” relativo a ciertos tesoros, que no son siempre el sexo o el dinero, sino que constituyen para cada cual lo que imaginariamente cree ser o sus aspiraciones al respecto, es algo peligrosísimo; una manía que puede ser asesina. Educar a otros en el error; ya sea en el de una psicología higiénica, o en el de una moral legalista, o una cultura desodorizada (cuando no se los lanza a una competencia sin meta verdadera) es acceder al caos aunque parezca lo inverso. Es pretender “lo mejor” dejando lo bueno de lado.
Si la perfección es buena y deseable, el perfeccionismo puede llegar a veces a ser lo contrario de ella. De otro lado la perfección es algo difícil de obtener y el perfeccionismo algo demasiado fácil de lograr, hasta el punto de constituirse en algo mecánico, completamente alejado de la sensibilidad. Toda perfección de alguna manera es una imagen de la Perfección y por lo tanto una aspiración por aquello que se desconoce y se ansía recibir. El perfeccionismo es activo y pretende efectuar logros para utilizar dividendos. Esta actitud es racional mientras que la primera es intuitiva. En términos cristianos la perfección aspira a la Voluntad del Padre, mientras que el perfeccionismo tiende a la voluntad del hombre. En esos mismos términos se afirma: “Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es Perfecto”, pero está bien claro que ese Padre Celestial no está preocupado por fomentar su propia perfección, constituir la demagogia ni “cultivar su espíritu”. Desde luego que hay una identidad entre ese Padre y el Cosmos, porque de ninguna manera El está fuera de su propia expresión. Si el lector de esta Introducción a la Ciencia Sagrada tiende a la perfección, no es por un perfeccionismo autosuficiente que presume de bastarse a sí mismo, impresionar a terceros, o instituir fábulas. Por el contrario, sus estudios y meditaciones tienden a la identificación con las leyes y comprensión del Cosmos, pues de este modo conocerá la perfección del Padre”. (Federico González. Revista Symbolos. “Introducción a la Ciencia Sagrada”. “Perfección o perfeccionismo”. Pág. 292, 293).

Pero hablar de identificación no es lo mismo que decir imitación. En este contexto simbólico, el primer término se refiere a una encarnación de lo que siempre ha sido, es y será, o sea, a una semejanza que se estructura en base a una filiación con lo más alto que el propio buscador establece a medida que ahonda en aquéllos aspectos más sutiles del Ser en los que reconocerse, dejando atrás la ilusión de lo individual para renacer a otros estados superiores de la conciencia a los que se adscribe instantáneamente, al constatar que su ascendencia es divina. Mientras que la imitación se refiere más a la apariencia, es decir, al hecho de copiar de una manera externa, desde un punto de vista dual, aquello a lo que por atracción sensitiva y/o sentimental uno quiere parecerse. Tal vez este sea otro de los desórdenes más comunes que caracterizan a una época tan caótica como la nuestra, en la que una gran mayoría pretende ser quien no es, mostrándose de una manera otra. Y todo para ser aceptado por una sociedad que desde hace tiempo viene marcando unos cánones de comportamiento basados en criterios tales como que por encima de todo hay que ser extrovertido, simpático, tener don de gentes, además de ser “buena persona”, o estar del lado de los “buenos”, entendido esto último como una bondad de doble filo en la que la moral depende de costumbres viciadas e intereses muy oscuros. Y nosotros nos preguntamos, ¿donde queda el resto del personal que no responde a estas pautas?
En definitiva, muchísima gente descontenta intentando jugar otros roles distintos e incluso contrarios a las cualidades que cada uno lleva en sí naturalmente, actuando papeles con gran afectación y dramatismo.
Fingiendo lo que no somos, hemos hecho de nosotros mismos una mala copia, un simulacro. En serio, ¿a quién queremos engañar?
En este estado de cosas, es lógico que la angustia pase a ser una de las enfermedades más frecuentes, un mal que por cierto también puede ser un soporte, un vehículo para salir de la mediocridad restrictiva de la mente. Cuando el sol llega a lo más bajo, sólo le queda ascender.
El individuo se encuentra tan absorbido por sus egos, pasiones, miedos y manías, que piensa que él mismo es eso, sin posibilidad de excederlo. Por ello cree que no existe otra realidad sino la que está viviendo, un infierno en el que se encuentra atrapado y del que no sabe cómo salir, pues es prisionero de sus propios rollos mentales a los que toma como la única certeza. Pero todo esto son cosas aprendidas y en muchos casos impuestas por un medio en extrema decadencia, que nos seduce para que imitemos lo que se supone apropiado o bueno, que como ya hemos señalado más atrás, en muchos casos no es lo mejor, sino que contribuye a envenenar más todo aquello que se encuentra corrompido desde hace rato.

(continúa)

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