Como director y fundador de la Colegiata Marsilio Ficino y de la revista Symbolos y su anillo telemático, quiero presentar este nuestro blog oficial de la Colegiata, que esperamos sea ágil y dinámico pese a la profundidad del pensamiento que le es inherente. Lo hacemos también con el Teatro de la Memoria, una nueva manera de percibir lo ilusorio y la ficción que uno puede vivir trabajando en el laboratorio de su alma e intelecto, lo cual es una novedad ya presentida en el tratamiento de la cosmovisión y su representación teatral. Por lo que deseo a esta forma de expresión del Arte –que sin embargo tiene precedentes ilustres– la mejor de las andaduras y el mayor éxito.
Federico González

lunes, 19 de septiembre de 2011

El Teatro de la Memoria

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Conferencia pronunciada por Carlos Alcolea durante el pasado curso en el CES de Zaragoza:

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– FRANC: La lengua conforma la inteligencia; conjuga, articula, nombra. Selecciona, compone, da sentido a todo lo cognoscible. También es la memoria de lo inteligible y sin memoria nada somos, es decir, nos vemos reducidos a la nada, a la pérdida del sentido, a la imposibilidad de la sabiduría. Dicho el secreto se acabó la magia. (Federico González. En el Útero del Cosmos. Comedia Hiperrealista de alcance Subliminal. 1er Acto).

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Los símbolos, mitos y ritos, rememoran constantemente una estructura Ideal, divina si se quiere, que se organiza de manera jerárquica. En efecto, de un Principio único, esencial e invisible emanan diversos arquetipos o dioses cuyas cualidades se van depositando escalonadamente, constituyendo los distintos mundos o planos del entramado universal. Este despliegue, ha de culminar en una coagulación sustancial y sensible denominada comúnmente como realidad visible.
Por cierto que dentro del juego de relaciones que se establece entre las numéricas deidades, se incluyen múltiples alianzas fraternales pero también profundas desavenencias, luchas e inestabilidades. Interrelaciones que en último término, se resuelven en un equilibrio, siempre tendente a la Perfección, pues la desarmonía en un plano es armonía en otro superior. Sobre estos fundamentos se asienta toda cultura tradicional, plenamente operativa y eficazmente vertebrada según el modelo Primordial, que perdura a través del tiempo incidiendo manifiestamente en la recreación permanente del cosmos.
Y todo ello a través de una dialéctica que se adapta a las circunstancias siempre cambiantes, lo que da como resultado las distintas modalidades de transmisión sapiencial, no necesariamente coincidentes en la forma, pero sí en el fondo, pues siempre se articulan en torno a la Unidad primigenia y sus arquetipos, cuyas cualidades se expresan por intermediación del símbolo. Este, al conjugarse en el tiempo y el espacio, deviene en el Mito y el Rito (símbolo en movimiento), y constituye un sistema efectivo de fuerzas capaz de unificar las potencias celestes con las terrestres.
Mayormente estas potencias, representan aspectos numérico-geométricos, lo que para el hombre tradicional se concreta en un Corpus de ideas o Ciencias, cuyo estudio abarca tanto a la Aritmética y la Astronomía, como al Lenguaje (Gramática), y la Música; y eso incluye el canto y la voz como instrumento sagrado para entonar y recitar las gestas de dioses y héroes míticos, o sea, la palabra como vehículo transmisor de la Verdad Unánime.
Por lo que se ve, el símbolo toma como soporte de expresión, imágenes ideales, intelectualmente intensas, distintas según el momento histórico o el lugar geográfico, pero eso sí, per se, naturalmente mágicas, es decir, portadoras de ciertas Energías-Fuerza que al armonizarse en el hombre revelan las leyes que determinan pautas, cadencias, ritmos y en definitiva el devenir cíclico, al que se adscribe toda la creación. Desde esta perspectiva, el pensamiento tradicional representa un orden que evoca de manera refleja cierta disposición prototípica, ilustrando la semejanza con lo trascendente a través del recuerdo inducido por analogía.
En este sentido, el hombre moderno no debería extrañarse y mucho menos descalificar a otras sociedades para las que el mundo constituye una revelación permanente, una hierofanía constante. Por contra, el pensamiento racional con su manía de reducirlo todo a la propia estrechez mental, lo define vulgarmente como un simple modo de vida basado en ciertas creencias. Dicho punto de vista, rasante e inclinado a la simplificación más necia determina un enfoque sesgado que excluye otras posibilidades, lo que constituye una discriminación y por lo tanto un límite, que no podrá ser rebasado mientras no se lo identifique como tal. Esto es lo que nos ha tocado vivir, un mundo que bien puede ser considerado como el reino de la cantidad y la multiplicidad.
Y aun así la puerta sigue abierta a aquellos que pese a lo hostil del medio, se ponen manos a la obra y comprometen todo su ser en la búsqueda hacia la verdadera y única Libertad, lo Ilimitado, que abarca la totalidad del conjunto cósmico significativamente cohesionado con el Misterio en sí mismo encarnado y presente en dicha totalidad. En definitiva, se trata nada más y nada menos que de restablecer la unión con lo divino, cuya invocación permanente actualiza la memoria de un origen increado, causa y al mismo tiempo efecto de todo cuanto es.
De este modo, en conformidad con lo más alto e incognoscible, las cosas se presentan cualitativa y cuantitativamente ordenadas, y cada cual ostenta un grado intelectivo, que al mismo tiempo constituye una responsabilidad comunitaria, según los atributos inteligibles y características psicofísicas de cada individuo. Ubicarse en tal posición, implica la significancia y plenitud de cualquier acción, ya que por así decir, se encuentra revestida de un carácter simbólico, mágico y en definitiva ritual.
Las Artes y las Ciencias sagradas efectuadas como tales por el hombre tradicional, y por lo tanto efectivizadas internamente, constituyen algunos de los elementos que conforman una tradición sapiencial, e ilustran ejemplarmente la inmanencia divina en todo lo manifestado, encarnada espontáneamente y de manera unánime por el conjunto de los individuos que integran dicha comunidad.
En este sentido, toda mentalidad tradicional se ubica íntegramente bajo el patronazgo de dioses e inteligencias angélicas, las que constituyen entidades protectoras e inspiradoras que el verdadero Artista despierta en sí, invocándolas naturalmente a través de una especie de reminiscencia contemplativa en la que se incluye el gesto simbólico, que signa la consecución de la obra de arte a realizar. Entre estas deidades intermediarias, se hallan las Musas, hijas de Mnemósyne, la Memoria.

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(continúa en la página de SYMBOLOS):



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lunes, 5 de septiembre de 2011

Teatro Sagrado: rito iniciático afrocubano.

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Procesión o beromo de los ñánigos


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Aquí un artículo muy interesante de uno de los que poblaron esta zona, el antropólogo menorquí Fernando Ortiz, que se enamoró de Cuba, pasando a vivir años allí dedicado al estudio de los lenguajes, la música y la grafía esotérica de aquellos que confluyen en Cuba. Y es muy curioso que el estudioso que se ocupó de ello hubiese sido Fernando Ortiz, también conocedor de la obra de Rafael Girard, al que cita, referente a los indios chortis y también a los quiché.
El lector avisado puede también encontrar en otras sociedades, como la Masonería, ceremonias de este tipo, términos genéricos como el nombre de los dioses, u otra particularidad.
El Teatro: origen de la tragedia:


.“El rito ñáñigo o abakúa del sacrificio, entre los que sobreviven en Cuba, es quizás el más complejo y teatral. No cabe duda de que allá en África se ejecutaba antaño sacrificando a un ser humano. Los abakúas de Cuba conservan la tradición de que para ello se utilizaba un esclavo congo, es decir una víctima exógena. Después, y así ha ocurrido y ocurre en Cuba, el sacrificado ha sido un buco o cabro, como sucedía en la antigua Grecia. El rito del “sacrificio del cabro” por los ñáñigos es conocido en su lengua por embori mapá. Esta denominación, que es la corriente, procede del lenguaje akuá, donde mboi es “cabro” y mkpá “morir”, y ambas voces se derivan de las raíces bantús bori, que significa “animal cabrío”, y makpá “morir”. Pero esa liturgia recibe otros nombres sagrados, según sus escenas, como ekoko (en efik ikpok “pellejo humano”), o koko (en bantú “antepasado”, “carnero” o “pellejo desollado”), munansiro ekoko naramo efi, ekoko naramo efó, ekoko bóme (bo “plegaria”, men “paz”) y ekoko munandiaga. Esta última denominación parece significar “reparto de comida del sacrificio” o sea “comunión del sacrificio ofrendado al río”; por las voces del lenguaje efik: mon “río o mar”, adia “reparto de comida” y wa “ofrenda o sacrificio ritual”.



.El rito se desarrolla en cierta forma episódica que constituye una verdadera tragedia. Estílase con su modalidad más compleja en ciertas ocasiones solemnes como, por ejemplo, la de exaltar o jurar a un iniciado para ciertas elevadas plazas o cargos jerárquicos de la hermandad. Hagamos la descripción esquemática de su teatral liturgia. El escenario es el isaroko. Isaroko, del efik isoñ-oko “terreno de la hermandad”, o de isu-oko “lugar del culto de la hermandad”, es una plazuela, patio o espacio libre para los ritos públicos. A un lado, el “templo de los misterios” o fambá, como el mystikos sekos de los ritos eleusinos. Probablemente derivase del efik fañ “lugar” y wa “sacrificio ritual”. O de fañ y mbiá “magia”, “hechicería”, o de mba “todos juntos”. Según el diccionario efik de Adams, efambá es “la playa o arena preparada para juegos públicos, etcétera”. También se le dice batamú y butamé. Batamú, probablemente de mba “todos juntos”, tañ “hablar”, “reverenciar algo sobrenatural” y muñ “ruido como gruñido”, el del Ékue. Butamé, de ibuut “lugar”, “habitación”, “recinto” y amá “amigos” o “seres amados”, o sea “recinto de los amigos asociados”. En otro sitio del isaroko hay una ceiba o, en su defecto, una mata que simboliza ese árbol sagrado.



.En los sucesivos episodios o escenas de esta liturgia intervienen diversos personajes: sacerdotes, hechiceros, acólitos, músicos, amén de esas figuraciones de seres aparecidos que generalmente se denominan “diablitos”. Los “diablitos”, íreme o írime, tienen una figura… diabólica.Van todos cubiertos con una vestimenta llamada akanaguán o mokondó, hecha de tela burda de saco o con tela vistosa de diversos colores y caprichosos dibujos, por lo común geométricos. En la cabeza llevan como un capuchón puntiagudo en el cual hay simulados uno o más ojos y en su cima uno o varios penachos o pompones. Detrás de la cabeza, una sombrereta circular denominada itán musón (“sombrero de los antiguos”), con diseños emblemáticos de alto rango; en la cintura una faja con bullones de tela de colores llamada “bullarengue” y hoy en día “enyugadura”, a manera de sudario, que simboliza el muerto desenterrado; en el cuello, cintura, bocamangas, bocapiernas y a veces en las rodillas, sendos festones llamados beleme o irome, de soga de pita deshilachada. Colgados a la cintura varios cencerros o enkaniká que suenan al andar y bailar y cuando se agitan para producir espanto. En las manos un itón o palo y un ifán o “rama” de escoba amarga u otra planta. El “diablito” no usa propiamente careta, pues el oficiante tapa su cara con una tela de tejido algo claro, a través de la cual puede ver, aun cuando con cierta dificultad. Algunos “diablitos” hubo antaño que usaban una vestimenta, akanaguán o mokondó, hecha de cuero de carnero con el pelo hacia fuera, o con cuernos en su cabeza, lo cual induce a pensar si representarían algún animal selvático o del sacrificio.



.No es de excluirse la posibilidad de que  la figura del “diablito” ñáñigo tuviera originalmente algún simbolismo sexual, si bien no tenemos dato que permita asegurarlo ni siquiera presumirlo como probable. Sus extraños pasos y sacudimientos han inspirado a alguien una interpretación realista de tipo mimético, pensando que el írime trata en ocasiones de simular, “muy estilizados pero inmediatamente reconocibles, los gestos de un gallo en acto de ayuntamiento sexual”. No es aceptable esta interpretación por los ñáñigos, al menos por los actuales; pero es posible que esas mímicas sean de sentido arcaico ya perdido para los actuales sectarios de Cuba, aparte del casi unánime recelo de éstos, rehacios siempre a admitir explicaciones que en cierto modo puedan ser disonantes con los valores éticos usuales en la cultura ambiental del pueblo cubano. De todas maneras, es posible que el írime, por lo menos alguno de ellos, tuviera antaño cierto simbolismo fálico; llevando una especie de cetro hoy convertido en un vulgar itón, o palo de potencia mágica, que el írime mueve en su diestra. Quizás los ritos ñáñigos tuvieron originalmente en África relación con la fertilidad agraria y culto de los muertos, que suelen ir unidos a los pueblos primevales. En algunas danzas del Congo, de carácter funeral y relacionadas con ritos agrarios de fecundación, usaban ciertos danzantes llevar enormes falos de madera, como hacían ciertos bailarines de cara negra en los festivales dionisiacos de Grecia. Aún hoy día aquéllos conservan en Cuba algunos detalles que parecen supervivencias de su fase primigenia; pero es imprudente asegurar nada en este sentido. Si se aceptara que el “diablito” ñáñigo fue en su origen un personaje falóforo, como ciertos dioses de los yorubas o lucumís y como otros oficiantes de los helénicos cultos dionisiacos, podría explicarse una nueva analogía con aquellos arcaicos misterios, relacionada con la aparición de la comedia.



.Ningún írime actúa solo, lo dirige un personaje, a modo de corifeo, llamado Moruá Yuánsa, el cual solía aparecer vestido con unos pantalones como los del akaniguán del írime, una pierna hasta el tobillo y otra sólo hasta la rodilla, ambas con sendos festones de “empitada” a sus extremos, como los del “diablito”. El torso desnudo, hoy con simple camiseta, y en la cabeza un gorro puntiagudo con un pompón en lo alto y fleco de pita deshilachada alrededor, o un sencillo pañuelo atado con una larga pluma de cola de gallo, que llaman “gallardete”. El Moruá atrae y domina al írime por medio de un extraño instrumento sonoro denominado erikunde, compuesto de cuatro maracas puestas en cruz, en forma que evoca uno de los símbolos crípticos de la hermandad. Y, además, el Moruá le habla y ordena al írime por medio de conjuros en lengua esotérica.



.Los demás personajes ñáñigos salen al isaroko con figuras menos sorprendentes; pero también vistosas, abigarradas y alegóricas. El Nakasó tenía figura estrafalaria de brujo, como los típicos hechiceros congos. Otros personajes del rito también solían llevar indumentos simbólicos de sus jerarquías y funciones. El Isué usa una capita morada, en algún caso un sombrero tricorne. Algún Ekueñón hemos visto con un gorro de terciopelo rojo y azul. El Mokongo ostenta una banda roja, cruzada diagonalmente del hombro derecho al costado izquierdo, con su “firma” o insignia simbólica bordada al centro con líneas o cordoncillos amarillos, como la banda usual de muchos jefes de Estado o de grandes condecoraciones. El Enkríkamo, el Mosongo y otros lucen sendos pañuelos de seda de vivos colores a la cintura, al cuello, atravesados al pecho y a veces en la cabeza, con dos de sus puntas sueltas y ondulantes al frente y las otras dos atadas en la nuca. Todos ellos con los emblemas gráficos, “firmas” de sus cargos respectivos bordados, con cordones amarillos. Pero los apremios económicos, el temor a las persecuciones y la debilitación de las tradiciones ortodoxas han hecho que tales vestuarios sean ya poco usados.



.Dicho solemne rito, como casi todos los “misterios” ñáñigos, comienza a la media noche, hora sagrada en muchas religiones y magias. La liturgia tiene parte esotérica y parte que se realiza en público. El “misterio” comienza secretamente por la noche en el interior del templo o fambá, donde los iniciados “abren” su ceremonia con sus habituales fórmulas de conjuros orales y gráficos y ofrenda de la sangre vitalizadora de un gallo, mediante lo cual el Gran Misterio o sea Ékue, aunque siempre invisible, manifiesta su presencia con su voz, que semeja la de un leopardo que himpla en la selva. La palabra ékue en lengua efik quiere decir precisamente “leopardo”. Y es el nombre de una poderosa fraternidad secreta de los ekoi y efik en los Calabares. Mientras tanto, un macho cabrío de grandes cuernos, bien barbudo y en el esplendor de su potencia genital, espera a que sea cumplido su destino, atado a la ceiba sagrada y entretenido por la música y los cantos de los cofrades.



.La habilitación, “fabricación” o preparación mágica para la ceremonia se hace en secreto. Uno de sus requisitos esenciales es el de “rayar” o trazar con yeso amarillo, o blanco en caso de exequias fúnebres, ciertas figuras lineales de significación hierática sobre todas las personas y objetos que han de intervenir en la liturgia: todos los oficiantes, el templo, su puerta, sus tres cortinas encubridoras de los misterios, el altar, todas las “piezas” y “atributos” emblemáticos, los “derechos” y ofrendas; los tambores y demás instrumentos, la tierra, el incienso, el agua bendita…todo. Todo ha de estar mágicamente vitalizado de sobrenaturalidad. Sin esas rayas mágicas no habría sacripotencia, todo seguiría pasivo e indiferente a la profanidad, el Ékue no se manifestaría y la liturgia sería vana. Una vez terminada la preparación, sale el Eukeñón, especie de mistagogo que es el “esclavo de Ékue”, un hieródulo, como decían los helénicos. Con el tambor de Empegó y acompañado del Morúa Yuánsa, quien tañe ahora el instrumento mágico ekón, “rompe” o sea inicia la liturgia con su conjuro oral y al son de su “tambor de orden”. La liturgia el embori mapá se desarrolla siempre alumbrando el sol, generalmente al mediodía.



.Primer acto. Escena pública. Del críptico fambá salen dos oficiantes, el Embákara y el Eukeñón y van hacia la ceiba donde está atado el cabro que ha de ser sacrificado. El Embákara desata al animal y lo entrega al Eukeñón. Ambos regresan con aquél al templo donde se realiza un rito esotérico, en el que se prepara al animal para su muerte. Hay que “rayarlo” y “jurarlo” como si fuera la iniciación de un “hermano”. Una vez hecha ésta, se le ofrenda la víctima al Ékue y este ente invisible la acepta con rugidos de contento.



.Segundo Acto. Ábrese la puerta del fambá y salen el Eukeñon, el Empegó, el Nasako, el candidato a la exaltación, el “diablito” Aberisún, dirigido por el Enkríkamo, y el “diablito” Eribangandó, guiado por el Morúa Yuánsa. El candidato lleva de una soga al animal y el Nasakó una batea con la uemba o “brujería”. Esta comitiva se dirige a la ceiba, que es a manera de altar o habitáculo de un ser mítico que ha de atestiguar la consagración, y allí se efectúa una prolongada escena ritual y espectacular.



.Previos unos cantos de invocación, el Empegó, que es a modo de un “escribano”, con un yeso amarillo marca en el tronco de la ceiba ciertas figuras lineales emblemáticas. Después en el suelo, al pie del árbol, también traza cuidadosamente con el mismo yeso un grande y complejo dibujo cabalístico, que representa al sacro lugar a la orilla del legendario río, donde allá en África se celebra el baroko o ceremonia de alianza fraternal. A veces hay que hacer un sacrificio en honor del río, hay que darle sangre para que las aguas fluviales sigan corriendo ricas de peces y de canoas con mercancías. Entonces la ceremonia se verifica en un verdadero riachuelo o a la ribera del río Almendares o de la bahía de la Habana. Ahí se hizo el primer juramento en Cuba, hace más de cien años, por el “juego” llamado Efik Butón. En ese lugar se simula el tradicional “embarcadero” de la costa de África en que tuvo lugar el primer sacrifico baroko. En estos casos más teatralidad, pues los ritos son mas prolongados, ostensibles e impresionantes para el público, como lo es una procesión eclesiástica al paso solmene por las calles y plazas, más que en el recinto o en el atrio del templo.



.En ese lugar ya escogido y habilitado para la liturgia, el Empegó con la grafía de su yeso fija en el suelo la fórmula mágica que “dice” lo que ha de hacerse e indica los lugares precisos de la acción. Esos dibujos esotéricos, llamados generalmente “firmas”, “trazos” o anafó ruána, son muy típicos en los ritos abakúas y congos, que sobreviven en Cuba, como expresiones de “magia gráfica”, complementaria de la “magia oral”. Son un lenguaje jeroglífico, holofrásico y convencional, de origen africano que algo recuerda el nsibidi de los negros ekoi y puede dar luz acerca del origen de la escritura entre las artes humanas. Su exposición y estudio no cabe en este trabajo y se tratará en otro lugar.



.Pero aún falta preparar al candidato, que espera en pie junto a la ceiba, desnudo de tronco, cabeza, brazos y piernas. El Nakasó con sus conjuros, ademanes y abluciones de uemba o awamambó, hace la “limpieza” lustral, purificadora del aspirante. El “diablito” Eribangandó, con un gallo vivo en sus manos, lo pasa por el cuerpo del candidato para que el ave se lleve consigo toda la malicia. Entonces el Empegó lo marca con sus signos amarillos en la frente, las mejillas, la nuca, el pecho, la espalda, los brazos, las manos, los tobillos y los pies. Todavía falta algo. El Nakasó completa la “limpieza” general ahuyentando la cosa mala, rociando con buches de aguardiente, vino seco y agua bendita, y sahumando con incienso todos los signos de yeso amarillo. Todos estos preparativos mágicos han sido acompañados de conjuros, cánticos y toque de música. Ya está preparada la función litúrgica. Todo está “rayado”, los conjuros han sido dichos, la sangre del gallo propiciatorio ha sido bebida por el Misterio, el Ékue “habla” o chamuya con su terrífica voz (diríase que “truena” como Dionisos), la orquesta percute sus ritmos en vibraciones metálicas, vegetales y animales, o sea “pánicas”. Una atmósfera mística llena el ambiente.



.La escena trágica. De improviso se agita el Aberisún, el íreme en función de verdugo; ha recibido una terrible orden del Enkríkamo, quien le canta cierto conjuro y lo atrae tañendo su mágico tambor. El Aberisún ha de matar al cabro; pero este “diablito” se niega. El Aberisún ha surgido engañado de la cripta del fambá, creyendo que su intervención sería la de limpiar el ambiente y espantar a los indeseables profanos con el terror que infunde su presencia. Para ello recorre el isaroko y hace sus muy terribles amenazas; pero el Enkríkamo lo va atrayendo hacia donde está sujeto el infeliz cuadrúpedo que ha de ser objeto de la oblación. Ya éste se halla ostentando los signos de su iniciación y esperando su momento, para lo cual unos acólitos con sus manos lo mantienen en pie pero fuertemente sujeto en forma ritual. Uno de ellos, metiendo el brazo por entre las patas traseras, le agarra las delanteras, inclinándole algo la cabeza, mientras otro le cierra la boca para que no pueda berrear. Ya frente al animal que ha de servir de hostia, como decían los clásicos, el Enkríkamo le ordena al verdugo Aberisún; pero éste, ante la inminente peripecia, se asusta, se resiste y trata de huir. Implora a Abasí, el dios celeste, que no lo obliguen a matar al cabro, que es un “hermano”. Es el pathos de la tragedia, como diría G. Murray; pero el conjuro del Enkríkamo es conminatorio. Aberisún aterrado se acerca a la víctima y sin mirarla, casi volviéndole la espalda, con el itón sagrado le asesta un golpe durísimo en la testuz, que la deja instantáneamente muerta o al menos sin sentido. Después de esta patética occisión el “diablito” Aberisún huye despavorido, como hacían en Grecia y Roma los ejecutores de la muerte ritual. El cabro ha torcido los ojos y mirado de manera angustiosa a sus verdugos, pero no ha lanzado ni un quejido. Si lo hubiese hecho, el sacrificio habría tenido que suspenderse y ser liberado el animal, como un hermano que pudo implorar a Dios por su vida. Se lo impidieron las preparaciones mágicas que Nasakó le dio en el fambá al ser “rayado”; pero sobre todo las vigorosas manos de quien le cerró las mandíbulas para que no pudiera protestar con su voz. Antaño esta función preventiva se realizaba por otro “diablito”, el Aberiñán, el que sujetaba las patas y la boca; pero ya no se estila. La víctima tarda en cerrar sus ojos, que parecen lanzar miradas de angustia cual si fuesen humanos; pero no importa. Un oficiante le clava un cuchillo en el cuello, cortándole la yugular, y vierte toda su sangre en una vasija; luego le cercenan la cabeza, lo desuellan y descuartizan sus carnes. Todo esto entre cánticos que anuncian la muerte del sacrificado, como trenos de lamentación o como la clásica anagnórisis de reconocimiento. El sacrificio ha sido felizmente consumado.



.La sangre del cabro o “hermano” y su cabeza son introducidas en el fambá para un secreto rito de sangre, que recuerda el criobolio de los antiguos misterios clásicos. Allí la sangre del sacrificado se le da a beber al Ékue y luego, preparada y “cargada” mágicamente, ya “con la voz del misterio”, en ella, se le da de beber al candidato y a los abanekúes, a manera de una comunión sacramental para que ella renueve su vitalidad; y la cabeza del sacrificio se dedica a Ekueñón, que es el “esclavo del Ékue”, colocándola sobre el cuerpo de su tambor. Acaso estos detallados ritos permitan recordar aquí algunos de los que se efectuaban en los misterios eleusinos. En la iniciación el neófito se decía: “Yo he comido en el tambor, yo he bebido en el címbalo, yo he portado el Kernos, yo he entrado en el baldaquino”, o sea en la cámara de la Diosa Madre, llevándole los testículos de la bestia sacrificada con cuya sangre él fue bautizado. Así lo refiere Clemente de Alejandría. La “comida en el tambor” se evoca por la cabeza del cabro sacrificado sobre el tambor eribó; la bebida aquí llamada macuba, que se consagra con la voz de Ékue y se bebe en una cazuela plana especial, es una especie de comunión íntima como la que hacía el iniciado con su numen; el Kernos es como el eribó, vaso ceremonial misteriosamente “cargado”, que se lleva en los ritos procesionales con la cercenada cabeza del mbori encima; y la entrada en el baldaquino equivale a la ceremonia de penetrar el neófito en el fambayín donde está la Madre o Ékue a quien, también en Cuba, se presentan los testículos del buco sacrificado. Después, el mistagogo afrocubano le quita al iniciado abakúa la venda que cubre sus ojos. El hierofante abakúa, como el eleusino, le muestra los objetos sagrados y oficia los ritos restantes, al cabo de los cuales el neófito ya es un “renatus”, ha “resucitado” en un okobio “jurado” en su “potencia”.
Ahora la escena del ofertorio.



.Ábrese la puerta del fambá y sale una procesión o beromo. Al frente de ella va bailando un “diablito”, el principal de ellos, el Enkoboró, “limpiando el camino”, dirigido por el Moruá. Tras él va el sacerdote o Isué, que, según dicen los ñáñigos, es como un “obispo”. En su boca y cogida con sus dientes por la cresta, lleva la cabeza del gallo que le fue ofrendado al Eribó, el cual ahora él sostiene en sus manos. El Eribó es un tambor de figura variable, muy adornado de pieles, cauris, penachos y otros emblemas, que se coloca siempre en el altar. Se dice que simboliza a una deidad o potencia sobrenatural; probablemente a los antepasados y especialmente al espíritu de la Sikaneka sacrificada. En la procesión el Isué lo va moviendo de un lado a otro, alzándolo y bajándolo, como para significar que el Eribó tiene vida, a la vez que lo presenta a la reverencia de los espectadores como los sacerdotes teóforos hacían en los antiguos cultos. El Eribó recuerda el modius, la cista y el timpanon de los clásicos cultos de Osiris, Attis-Cibeles y Dionisos, donde se guardaban “los secretos de la gran religión”, las cenizas del gran Sacerdote muerto, según Frazer, pues el Eribó encierra también un secreto de magia necrolátrica. Tal como ocurría también con el Kernos de Eleusis, de sacros y análogos secretos.



.Detrás del Isué van otros tres actores importantes, el Mokongo en el centro, el Mosongo y el Abasongo a su derecha e izquierda, cada uno de los tres llevando un itón o bastón corto a manera de cetro, muy adornado, cargado de sacripotencia y simbolizando ciertos antepasados. Más atrás un “paso” de sincretismo cristiano. Un oficiante con un crucifijo al que se denomina Abasí, el Dios Todopoderoso, entre dos acólitos con sendos cirios; uno que va asperjando con agua bendita, por medio de un manojo de albahaca a modo de hisopo, y otro que como turiferario va sahumando el incienso. Esto aparece tomado de la liturgia católica; sin embargo, anotemos que en la esotérica de los abakúa de Cuba se usan dos velas o cirios, probablemente sustituyendo a dos teas o antorchas, como las dos que se portaban para simbolizar a Koré en las ceremonias introductoras de la iniciación; las cuales tenían lugar cerca del Eleusinón de Atenas y a la luz de un plenilunio, donde el hierofante proclamaba las condiciones personales de los candidatos. De entre éstos se excluían los impuros, los sospechosos de magia y los homicidas, tal como en la vieja ortodoxia de los ñáñigos. En el secreto del fambá, una vela, llamada enkauke-Eribó, se sitúa junto al Eribó y otra, denominada enkalú-mantogo, se pone ante el Ékue. En los funerales se usa una tercera vela para el cadáver, la enka-lú-mape. Las antorchas aparecen constantemente como uno de los principales emblemas de los misterios de Eleusis, dice Hollard.



.Tras del crucifijo en la procesión marchaba antaño una mujer, la Sikanekua o Sikaneka, la única que entraba en los ritos ñáñigos, vieja representada de una legendaria mujer que descubrió el secreto de los fundadores de la orden y por eso fue condenada a muerte al pie de la ceiba. Hoy día un pellejo de chivo; sukubakariongo, que simboliza el de su desuello, va a la procesión como bandera, y un acólito, vestido de mujer, ocupa en aquélla su puesto, llevando en su cabeza una tinaja llena de agua en evocación de la mítica donde la Sikaneka tenía del pez tanse del Misterio Original. Después de esta figura, van tañendo sus instrumentos los siete músicos de la orquesta ñáñiga, a cuyos ritmos el coro canta sus himnos exaltatorios del Ékue, de la misma naturaleza que los ditirambos dionisiacos:
¡Ékue! ¡Ékue! ¡Chabiaka Mokongo Ma Cheberé!
La procesión llega al lugar del baroko. El Ekueñón ante el Eribó alza el pellejo o ekoko del cabro sacrificado y lo presenta al cielo, unos dicen que a Abasí, otros que a los astros, y luego con él envuelve al Eribó. Álzase el candidato y mientras el coro va cantando “Baroko nandibá baroko”, regresa con la procesión al fambá para su consagración sacerdotal. En el caso de que la ceremonia sea la consagración de un nuevo sacerdote para el cargo de Embakará, entonces con la piel del cabro sacrificado se envuelve el candidato; forma ritual que recuerda la equivalente de ciertos antiguos ritos mediterráneos cuando el sacerdote se revestía el pellejo del animal del sacrificio dedicado a Júpiter (llamado dios Kodión) y así él representaba la personificación del dios. En Cuba el mbori se desuella dejándole enteros y unidos al pellejo los testículos en el escroto y las cuatro patas con sus huesos hasta la rótula. Así se puede demostrar que ha sido sacrificado un animal sano y no castrado, al ofrecérsele al Ékue los testículos y una pata a cada uno de los cuatro jefes u obones.



.En el fambá se verifica secretamente la unción consagratoria del nuevo sacerdote; terminada la cual sale de nuevo la procesión, esta vez con más solemnidad. A su frente marcha de nuevo el Nasakó con su brujería. Ya no están presentes los “diablitos” Aberisún y Eribangandó. Sólo actúa un írime, el principal, llamado Enkóboro por el Enkríkamo. Ahora a la derecha del Isué va el Empegó con su “tambor de orden” y a su izquierda el Ekueñon con el suyo, sobre el cual está la cabeza del animal sacrificado. Y detrás va el Abasí con sus dos cirios, su turiferario y su acólito con agua bendita, y con el nuevo sacerdote. La comitiva efectúa su rito deambulatorio alrededor del isaroko. El coro en la primera parte del trayecto entona el himno ya citado. Ékue, Ékue, Chabiaka Mokongo Ma Cheberé, y al emprender el regreso canta: O yáo Seseribó o yáo ooo, hasta que la comitiva ritual o beromo entra en el santuario.



.Aún no ha concluido la liturgia oblativa. Sigue el acto de la comitiva en comunión. El numen y sus hijos ya han bebido la sangre del sacrificado, ahora han de consumir su carne en ágape ritual de sagrada homofagia. Para ello, ante la misma ceiba del baroko, el Empegó dibuja en la tierra, con yeso, la “firma” o conjuro gráfico, que ordena la ceremonia; y Nasakó el hechicero, echa sobre los trazos amarillos un reguero de ikún, o sea pólvora, el polvo negro de muy potente magia. Otro actor Enkandemo, que es el “cocinero”, ha guisado ya en una vasija nueva las carnes de la víctima y los frutos ofrecidos al Ékue, y, después de ofrendarlos a los númenes con versículos que evocan la leyenda de la primera comida que sus antepasados hicieron allá en África, en el mítico río Usagaré, coloca una vasija grande llena de alimentos sobre un signo circular de la figura mágica y una pequeña vasija vacía en otro punto de ésta.



.Aparece un nuevo “diablito” con su Moruá. Es ahora el llamado Enkaníma o el ya citado Eribangandó (que son írime benévolos de purificación) y en un baile ritual ofrece comida a los seres invisibles del espacio, arrojando trozos de carne a los cuatro vientos y llevando al fambá unos trozos para que allí el Iyamba y demás altos dignatarios de la logia inicien el banquete comunal. Sale de nuevo el “diablito” y echa para sí mismo una porción de comida en la vasija pequeña, antes de hacerse el reparto general entre todos. Pero, escena de comedia y episodio de sorpresa. El Eribangandó está engañado, los abanékues saben que él no debe comer, y mientras lo rodean y distraen con cantos y música, el Nasakó enciende imprevistamente la pólvora; y en la confusión que se produce, un hermano se apodera de la cazuelita y corriendo se la lleva para ofrendarla a los antepasados, perseguido por el burlado Eribangandó que no logra capturarlo. Al fin, ante la burlona actitud de los iniciados, el “diablito” calma su furia, se aquieta con ademanes de resignación y desaparece del escenario.



.Ahora la escena del rito de la comunión homofágica. Todos rodean la vasija con el sagrado alimento del “hermano” sacrificado, que les dará renovados vigores para su vida. Se baila en rueda, mientras cada uno recibe del “diablito” en su mano una porción del manjar y todos cantan un himno de alegría: bambá ekón mamá ñanga eriké ndiagame efik obón Ékue.



.Pero la tragedia no ha concluido; falta la escena final, la apoteosis, en forma de otro rito ambulatorio con asistencia de muchos personajes, de todos, salvo los guardianes del sagrario de los misterios, que esos jamás salen al público. Abre esta última procesión el Nasakó, o sea el hechicero de la hermandad secreta, limpiando el camino de las brujerías ajenas y echando las propias para defensa. Nasakó debe llevar su extravagante vestimenta de hechicero, sus harapos, sus telas de colores, sus pieles de animales dañinos, sus plumas de aves agoreras, su cabeza cubierta con una ficticia cabellera adornada con diademas de plumajes, su cara, pies y manos pintorreteados con emblemas profilácticos, su boca con la cachimba o pipa donde ahúma su brujería, su pecho lleno de collares y fetiches y en la cintura sus cuernos mágicos, el empaka para mirar y el tarro con la pólvora explosiva. Tras el Nasakó va un “diablito”, Eribangandó, llevando en sus manos el gallo con que hace la “limpieza” del camino, guiado por el Moruá Yuánsa que suena el idiófono llamado erikunde; secundado aquél por otros “diablitos”, cada uno con su Moruá. Ahí van el Emboko que “limpia” el espacio con una caña de azúcar, y el Enkanima, que va haciendo lo mismo con su baile mímico. Siguen las figuras centrales de la procesión, precedidas por un “diablito” llamado Enkoboró que es su custodio, guiado por el Enkríkamo. Y luego el Isué portando el Eribó; el Ekueñón, y el Empegó a sus lados; el Mokongo, el Mosongo y el Abasongo con sus cetros; el Abasí con la cruz entre cirios y sus acólitos, aspersorio y turiferario; la Sikaneka con su tinaja en la cabeza; y al fin los coros y músicos que ya conocemos. El beromo o procesión rodea el isaroko. En los himnos, las voces y las vibraciones rítmicas de la naturaleza, salidas de los enkomo, el ekón, las erikundi y los itón, exaltan con más júbilo que nunca el milagro de Ékue. La teoría mística penetra en el santuario. Se oye dentro como una salmodia. Sale el Empegó con su tambor y desde la puerta del fambá cierra la ceremonia con un enkame, o recitado dirigido al cielo, y se silencia la música. El Ékue calla. Se ha puesto el sol y termina el misterio.



.Hemos hecho varias alusiones a ciertos clásicos ritos de Grecia. La tragedia surge como género literario en el siglo VI A.C. y “el autor primeramente conocido fue Tépsis de Ikaria, un distrito del Ática relacionado en varias maneras con Dionisos. La tradición sostiene que el argumento de las primeras tragedias fue siempre de las aventuras de dicho dios, y no fue sino tiempo después cuando otros mitos no dionisiacos sirvieron de temas teatrales”. Es muy seguida la opinión de que el drama griego salió de los cultos a Dionisos y también, aún cuando algo controvertida, la de que la tragedia surgió de los cantos que en aquéllos tenían lugar con motivo del sacrificio de un cabro como ofrenda a la divinidad. Sea o no cierta esta teoría, su verosimilitud es impresionante cuando se consideran ciertos episodios de la liturgia ñáñiga del sacrificio del macho cabrío y sus semejanzas con los ritos báquicos, los frigios de Attis-Cibeles y otros “misterios” del antiguo Mediterráneo. El citado autor H. J. Rose, basándose en textos de Platón y Plinio ha sostenido que en Arcadia existió, en relación con el culto canibalístico de Zeus Lykaios, una organización parecida a las sociedades secretas de los “hombres leopardos” de África, pudiéramos decir nosotros que a las de los “hombres ékue” u “hombres ngo”.



.El rito funerario de los ñáñigos, el envoró o angoró como algunos dicen, es también de interés en ese sentido. Esta liturgia luctuosa no es un fititi ñongo, o festival. En el envoró del okobio muerto, el protagonista de la dramática pantomima es el “diablito” llamado Anamanguí, vestido de negro con símbolos macabros y llevando en su cintura no los metálicos cencerros o enkaniká de los írime, sino unos de madera con bronco sonido. Él aparece a ver al difunto; lo contempla, lo abraza, trata de averiguar si está realmente muerto o si sólo está dormido, como le dicen los okobios para engañarlo. Al ver que está muerto el “hermano”, se desespera Anamanguí, entra en furia y le pregunta al cadáver quién lo mató. Ante el silencio, él busca al hechicero de la orden o Nasakó y lo increpa con sus ademanes porque con toda su sabiduría no supo defender al “hermano”, y acaba apaleándolo. Estas escenas se repiten mientras duran el velorio y la liturgia funeraria de “limpiar” al finado y “rayarlo” como se hizo en su iniciación, pero con yeso blanco que es el color de los muertos, de los esqueletos mondos y de las apariciones fantasmales. En tanto los monima entonan ante el cadáver, a manera de epicedio, las emocionantes melodías de sus rezos con que despiden al difunto monima, o sea al “hermano”, pues monima deriva del vocablo bantú nina o ina, que significa “hermandad de sangre”, “parentesco uterino”, y en ese sentido más amplio “clan” y “tribu”.



.Cuando muere un iyamba, o sea el jefe de un “juego” de ñáñigos, además del írime funerario, o sea el Anamanguí, aparece otro, con su “saco” de rombos y escaques rojos y blancos. El caso no es frecuente. Que sepamos, así se hizo en 1926 cuando en Guanabacoa murió el iyamba de Efi Abakúa; en 1933, en las exequias de un tal Bonilla que era iyamba de Usagaré Mutanga, en el barrio de los Sitios de la Habana; y en 1947 en el funeral de iyamba del “juego” Erón Entá. Los ritos fúnebres a la muerte de un iyamba son más solemnes en otro sentido, pues es necesario “plantar” para que el misterioso Ékue participe de ellos. A los nueve días se celebraba el enyoró o “llanto”, pero hoy día suele tener lugar esta ceremonia el mismo día del entierro o en otra fecha cualquiera. Entonces se despide definitivamente al muerto, diciéndole: Emb a yakán suakán, que significa: “vete y no vuelvas jamás”. El Anamanguí produce tan gran impresión entre los iniciados que muchos son los que se excusan de representarlo vistiéndose su akaniguán y su atuendo de írime.



.Antes solía hacerse el rito del entierro yendo hasta el cementerio con el ataúd en alto, cargado en los hombros y llevando los portadores una marcha en zigzag, con pasitos cortos, arrastrados y oscilantes, que tenían algo de danza ritual. Al llegar a la puerta de la necrópolis, los portadores del difunto demostraban una gran indecisión, aumentando el zigzagueo con que ya venían. Como desorientados, daban con el ataúd vueltas y vueltas a un lado y otro, “pasito patrás y palante”, para confundir a los malos espíritus, hasta que de repente se metían adentro. El último entierro ñáñigo celebrado con plena liturgia tuvo lugar en el año 1926, en Regla. El cadáver era del señor Guillermo González, llamado Iyamba Okereré, quien murió a los 114 años de edad y fue jefe o iyamba de la antigua “potencia” ñáñiga Efi Abakúa fundada el 5 de diciembre de 1845, la cual tuvo sólo dos iyambas en su historia centenaria. Por las especiales circunstancias del caso, los ritos fúnebres y el sepelio tuvieron extraordinaria solemnidad, secreta y pública.



.Esas vueltas y zigzagueos, que ejecutan los portadores de un cadáver en el entierro, no son privativas de los ñáñigos. Las practicaban asimismo otros negros “de nación”. Es ritualidad frecuente de carácter afrocubano que el difunto tenga que salir de la casa mortuoria y entrar en el cementerio con los pies hacia delante. Se cuenta de varias ocasiones en que se ha olvidado este requisito y, al advertir el descuido, el cortejo fúnebre ha regresado con el ataúd al hogar enlutado, allí le ha dado tres vueltas y, al fin, sacado de nuevo para la calle y con sus pies “palante”, o sea como Dios manda. También se estilaba ese rito entre los indios de América; por ejemplo los chortís de Guatemala.



.Al salir de la casa fúnebre los portadores del cadáver dan tres vueltas con él, movimiento que se repite en el cementerio con el fin de desorientar al muerto para que éste pierda el camino y no pueda volver a casa, salvo que Dios le conceda ese permiso para que pueda asistir al novenario o a la fiesta del Siquín; que, en otras raras circunstancias, le permita comunicarse con los vivos. Igual costumbre prima entre los quichés.



.El entierro se organiza como la típica procesión de los abakúas, que ya hemos descrito, con la variante de que no se lleva el Seserikó. Los tres tambores o enkomo no se afinan, por lo cual suenan destemplados, y se llevan al revés o sea con los cueros bocabajo, de modo que éstos se tañen en la parte inferior. Al son de esa música floja, se entonan los cantos, y el Anamanguí, ya triste como ya enfurecido, a quien habrá que sosegar hasta que sea consumada la inhumación, desaparecerá misteriosamente para seguir al hermano en su viaje invisible. Sin duda, William Ridgeway vería en este rito del enyoró ñáñigo algunos elementos de la clásica tragedia. La muerte del abanékue u okobio queda fuera del dramático rito ñáñigo. Este comienza cuando ya han ocurrido la peripateia, la agon y el pathos, pero ahí quedan los trenos, la anagnórisis y la teofanía.



.En rigor, por su programático desarrollo, el enyoró viene a ser la parte final del ya reseñado rito para el sacrificio del cabro. Pensemos que la muerte del mbori no es sino una sustitución alegórica de la muerte de un ser humano, acaso la de un okobio o “hermano” iniciado, y tendríamos en una serie de simbolismos pantomímicos las peripecias, los conflictos y los episodios del desarrollo típico de la antigua tragedia. Quienes opinen con William Ridgeway, en sus dos libros The Origin of the Greek Tragedy y The Dramas and Dramatic Dances of nonEuropean Races, en el sentido de que el drama surge por desarrollo de la exequias funerarias celebradas en las tumbas de los semidioses, héroes y demás grandes personajes tribales, podrán hallar en las ceremoniales supervivencias cubanas del arte religioso de los negros de África muy vivientes y sugestivos datos para su corroboración. Véase especialmente el último libro citado, en el cual su autor sostiene, con profusión de datos históricos y actuales en pueblos muy diversos, que la tragedia griega surgió de los primitivos ritos funerales, dedicados periódicamente a los antepasados, en los cuales se representaban con pantomimas los hechos culminantes de su vida. (Fernando Ortiz, Los bailes y el teatro de los negros en el floklore de Cuba).


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