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El sábado 10 de julio asistimos en las Cotxeres Borrell de Barcelona al estreno de una nueva pieza teatral de Federico González: “El Tesoro de Valls”. Hemos de destacar en primer lugar el excelente trabajo de los actores de la Colegiata Marsilio Ficino, que encabezados por Carlos Alcolea en el papel de protagonista principal dieron vida a unos personajes de los que han sabido extraer todos sus matices y posibilidades, lo cual habla también del trabajo realizado por su director, el propio Federico González, un trabajo que asimismo se deja ver en la excelente puesta en escena, que es sin duda uno de los grandes logros conseguidos en esta obra. Una obra donde, como en las anteriores, se percibe nítidamente que hay una comprensión del personaje que a cada actor le toca interpretar, o mejor encarnar, pues se trata precisamente de personificar esa comprensión, de “ritualizarla” podríamos decir, dotando de veracidad su actuación. Se cumple así el objetivo primordial de transmitir al público el sentido, o los múltiples sentidos, de la obra interpretada. El actor es un intermediario, y de esto son muy conscientes todos los que conforman la Colegiata Marsilio Ficino, que saben de los orígenes sagrados del teatro, pues son receptores de una enseñanza metafísica y cosmogónica que toma a las artes escénicas como un soporte para poder expresarla. No en vano, dentro del Teatro de la Memoria que practica la Colegiata, y que constituye sus señas de identidad, está el de recordarnos en cada pieza esos orígenes.
Francisco Ariza
El sábado 10 de julio asistimos en las Cotxeres Borrell de Barcelona al estreno de una nueva pieza teatral de Federico González: “El Tesoro de Valls”. Hemos de destacar en primer lugar el excelente trabajo de los actores de la Colegiata Marsilio Ficino, que encabezados por Carlos Alcolea en el papel de protagonista principal dieron vida a unos personajes de los que han sabido extraer todos sus matices y posibilidades, lo cual habla también del trabajo realizado por su director, el propio Federico González, un trabajo que asimismo se deja ver en la excelente puesta en escena, que es sin duda uno de los grandes logros conseguidos en esta obra. Una obra donde, como en las anteriores, se percibe nítidamente que hay una comprensión del personaje que a cada actor le toca interpretar, o mejor encarnar, pues se trata precisamente de personificar esa comprensión, de “ritualizarla” podríamos decir, dotando de veracidad su actuación. Se cumple así el objetivo primordial de transmitir al público el sentido, o los múltiples sentidos, de la obra interpretada. El actor es un intermediario, y de esto son muy conscientes todos los que conforman la Colegiata Marsilio Ficino, que saben de los orígenes sagrados del teatro, pues son receptores de una enseñanza metafísica y cosmogónica que toma a las artes escénicas como un soporte para poder expresarla. No en vano, dentro del Teatro de la Memoria que practica la Colegiata, y que constituye sus señas de identidad, está el de recordarnos en cada pieza esos orígenes.
Toda la magia del teatro se hizo presente esa noche veraniega con “El Tesoro de Valls”. Los actores consiguieron atrapar al espectador en una trama sutilmente urdida por sus diálogos, tanto hablados como gestuales. ¿Quién de los espectadores que acudieron a la función no llegó en algún momento a identificarse con el atribulado e infeliz Sr. Valls? Las situaciones y diálogos muchas veces disparatados y cómicos, aunque transgresores en su mordacidad y propios del teatro del absurdo, no sólo encubren un mensaje subyacente en esa trama, sino que son los vehículos que lo hacen aflorar. Ese mensaje es de índole alquímica. Pero no quiere esto decir que “El Tesoro de Valls” sea una obra alquímica en el sentido estricto del término, es decir que a través de su desarrollo se vayan articulando las diferentes etapas de un proceso de purificación que desemboque en el renacimiento espiritual. Se trataría más bien de reflejar un momento de ese proceso, a saber: la disolución de ciertos nudos psicológicos que impiden el reconocimiento de otras posibilidades y estados más elevados dentro de nosotros mismos, en este caso del protagonista, que ve cómo la seguridad de su pequeño y mezquino mundo (representado por ese “tesoro” exclusivamente material) se va diluyendo conforme asiste, bajo una extraña mezcla de atracción-repulsión, a la “tortura” a la que le someten todo ese increíble personal de servicio del hotel con sus respectivos roles sociales (el sastre y su ayudante, el joyero/florista, la camarera, la doctora, el sacerdote mujer, las dos conserjes, la rigurosa del departamento de “modales y buenas maneras”), algunos muy de hoy en día (como es el caso del “socio” gay, de la doctora “alternativa”, de la surrealista señorita de “turismo y bellezas naturales” que describe distintos lugares de una geografía dantesca e inquietante), y que con sus constantes entradas y salidas de la habitación van marcando una cadencia rítmica (que acaba por cristalizar en un solo continuo) que mantiene una permanente atención y tensión en el espectador, cuestión que es muy difícil de lograr en una obra de teatro, y todavía más cuando como es el caso dura una hora y media aproximadamente.
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Esto es debido no sólo a la excelente puesta en escena como ya dijimos, sino también al contenido del propio texto, a su calidad literaria rica en matices, sugerencias y lecturas varias, y que se ahorma en torno a una serie de ideas-fuerza que a modo de pequeñas pero potentes píldoras estructuran intelectualmente el discurrir de su discurso. Por ejemplo, cuando el socio gay afirma enfáticamente que “desde el siglo XVIII Dios ha muerto”, y que esto ha dado rienda suelta a los bajos instintos, que “son un triunfo de la modernidad”, para la que efectivamente “no hay otros instintos que los bajos”. Precisamente esa hipotética defunción, certificada por la filosofía racionalista, ha dejado inerme al hombre de hoy en día, que efectivamente sólo reconoce sus bajos instintos ante la desaparición de su horizonte mental de la idea de un Principio de orden superior, que no necesariamente ha de ser religioso.
Esto es debido no sólo a la excelente puesta en escena como ya dijimos, sino también al contenido del propio texto, a su calidad literaria rica en matices, sugerencias y lecturas varias, y que se ahorma en torno a una serie de ideas-fuerza que a modo de pequeñas pero potentes píldoras estructuran intelectualmente el discurrir de su discurso. Por ejemplo, cuando el socio gay afirma enfáticamente que “desde el siglo XVIII Dios ha muerto”, y que esto ha dado rienda suelta a los bajos instintos, que “son un triunfo de la modernidad”, para la que efectivamente “no hay otros instintos que los bajos”. Precisamente esa hipotética defunción, certificada por la filosofía racionalista, ha dejado inerme al hombre de hoy en día, que efectivamente sólo reconoce sus bajos instintos ante la desaparición de su horizonte mental de la idea de un Principio de orden superior, que no necesariamente ha de ser religioso.
En ese mismo diálogo hay una referencia a “la moda juvenil”, que bajo el oropel de su engañoso colorido se esconde toda una tendencia de nuestro tiempo hacia la frivolidad y la puerilidad, lo que ha dado como resultado un pensamiento anodino que asiste impasible a la destrucción, o “deconstrucción” (palabra curiosamente también muy de moda) de los pocos valores que todavía quedan en nuestro mundo.
Hay un momento al final de la obra en que, abrumado por la que cree pérdida irreparable de su tesoro, Valls parece recobrar la lucidez en forma del recuerdo de sus antiguas inquietudes hacia la búsqueda interior y ve ahí una oportunidad de recuperar el tiempo perdido; pero todo eso se desvanece cuando aparece nuevamente ese tesoro material, resumen de todas sus fantasías, con las que se identifica. Es el destino trágico del hombre moderno, o posmoderno, tanto da, que se encuentra ante la imposibilidad de ser, en un mundo que como él va ineluctablemente a la deriva. Ni siquiera la “Medicina Universal” (o sea la curación por el Conocimiento, el auténtico tesoro) que le administra la doctora -quien le urge a confiar en esa Medicina y que “tenga un poco de paciencia” (virtud alquímica)-, tiene efecto alguno sobre ese desdichado, que prefiere aferrarse a la ilusión del “hombre viejo” antes de afrontar la prodigiosa aventura de parir al “hombre nuevo”. Federico González nos pone así frente al espejo de nuestras propias mezquindades y tonteras, que no son sino personificaciones de los estados inferiores, y así, al igual que los borregos del rebaño, vamos resignados hacia el matadero de todas las esperanzas. Pero existe la posibilidad de escapar de ese callejón sin salida si hacemos justamente lo contrario del protagonista: que ante el recuerdo, aun impreciso, de lo que es nuestro verdadero tesoro apostemos todo a él dejándonos arrebatar por sus efluvios sutiles e intangibles, aceptándolo sin más en nuestro corazón. “Pon tu tesoro donde está tu corazón”.
Francisco Ariza
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