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Tercera y última parte de la conferencia ofrecida por Carlos Alcolea en el CES de Zaragoza y Barcelona durante el pasado curso, cuya reseña fue colgada el mes de marzo.
Dejarse llevar por lo que dice la gran mayoría es lo fácil, ir contracorriente es lo difícil. Y no estamos hablando de hacer causa perdida de la rebeldía u otras cuestiones parecidas, muy acordes con la moda actual. Nos referimos a quien lucha por imponerse a sí mismo con ayuda del Sí mismo. Por contra, no nos cansaremos de repetirlo, imitar de una forma externa o superficial es lo sencillo, requiere de poco esfuerzo y menos entrega, ya que apenas hay implicación. No así con el Arte de la Ciencia Sagrada que exige de una entrega absoluta, un compromiso total por parte de quien se vuelca en ella, es decir, que se ha de estar dispuesto a desenmascarar todos aquellos aspectos ilusorios que aparecen en forma de múltiples personajes tan dispares como engañosos, vinculados a lo emocional, transitorio e imitativo. Repetir mecánicamente porque sí, porque esto es lo que nos han enseñado, sin preguntarse porqué es un error y si no, que se lo digan a un actor. Desde este enfoque es fácil adivinar entonces que el arte de la interpretación no consiste únicamente en manejarse con las emociones de una forma imitativa más o menos fluida, creíble y coherente con el contexto dramático. Que una inmensa mayoría, entre la que se incluye a gente del gremio supuestamente muy entendida en la materia, crea esto a pies juntillas, no quiere decir que ello sea cierto. Bien al contrario, una utilización de las emociones ejecutada de manera desenvuelta, no es más que un simple comportamiento y cualquiera con un poco de ejercitación puede llevarlo a cabo. No, el verdadero arte de la interpretación va mucho más allá. En este sentido, todo artista que trabaja de forma consciente, dirige su voluntad hacia algo que sobrepasa su propio ser individual, y por ello se esfuerza en conocer cual es su verdadera esencia, utilizando todas las herramientas que se encuentran a su disposición. En este caso, las ideas arquetípicas son vehículos inmejorables que conforman la estructura de ciertos textos dramáticos. La reiteración de estas ideas, repetidas una y otra vez durante los ensayos (no en forma mecanizada sino de manera ritual, significante), ayuda a comprender aquello que en verdad constituye los pilares básicos sobre los que se levanta la arquitectura de dichos dramas, cuyo revestimiento constituye la trama de la historia, en donde se conjugan las distintas escenas con sus tensiones y distensiones que los personajes desarrollan a lo largo de la acción. Por ejemplo, en la obra Romeo y Julieta está implícita la idea de Amor como eje central de la misma. En torno a este concepto, que en realidad es mucho más amplio y sutil de lo que hoy en día se entiende como tal, gira el argumento del texto, que profundiza de forma insospechada en esta idea platónica, o mejor, universal. En efecto, la pareja protagonista, imagen del cielo y la tierra, desea unirse en matrimonio, más allá de la oposición que parece haber entre una y otra familia. Los jóvenes enamorados comprenden intuitivamente que el amor está por encima de toda pugna, es decir, de toda dualidad. En esta noción se encuentra implícita la idea de Armonía que no es sino equilibrio, concordancia de los opuestos, que en realidad se complementan, pues lo manifestado no podría ser si uno de estos dos aspectos faltase. Este concepto, liga con la idea de un impulso universal, que se caracteriza por la inevitable e imperiosa necesidad del ser humano por retornar a sus orígenes, lo que es válido aún para esta época tan oscura, en la que de forma inconsciente el hombre manifiesta este deseo de maneras inverosímiles, a veces extremadamente invertidas, que en el fondo son el reflejo de una necesidad por recuperar lo que siempre ha estado en él mismo, lo divino, que a través de sus producciones juega a conocerse a sí mismo. Se comprende entonces que Amor es una Fuerza, una Potencia muy poderosa capaz de despertar en el ser humano aquello que Es en Verdad, religando aspectos aparentemente separados, es decir, distintos planos del Ser que se dan en simultaneidad, lo que se traduce en una unión que va mas allá de la forma. Para ello, el amante de la Sabiduría Perenne ha de estar enteramente dispuesto al sacrificio de su ser individual, que debe morir para renacer a otros estados más sutiles. Como se ve, Amor abre nuevas perspectivas que amplían el horizonte intelectual. La muerte de Romeo y Julieta tiene un significado que excede el dramatismo lineal de la historia, traspasando los límites de lo conocido a través de un viaje alquímico en el que Fray Lorenzo (al que curiosamente Shakespeare lo sitúa como perteneciente a la orden de los Franciscanos, la misma que abrazó Francesco Giorgi, célebre autor renacentista, tanto por sus conocimientos como por sus obras, entre las que hay que destacar “De Armonía Mundi”), en el que Fray Lorenzo, decimos, actúa como guía de estos jóvenes amantes destinados a visitar el interior de la tierra, lugar sagrado en donde se produce la putrefacción de aquéllos estados inferiores, que a través del viaje post-mortem, han de ser purificados, transmutando el plomo en oro.
FRAY LORENZO: (...) tengo que llenar nuestro cesto de mimbres con hierbas dañinas y flores de jugo precioso. La tierra, madre de la naturaleza, es también su tumba; lo que es en ella tumba y sepultura, es también su regazo, y encontramos hijos de diversa especie nacidos de su vientre y mamando de su seno natural, muchos de ellos excelentes por muchas virtudes, ninguno privado de todas, pero todos ellos diferentes. ¡Ah, grandiosa es la potente gracia que reside en hierbas, plantas, piedras, y sus auténticas cualidades! Pues no hay nada tan vil que viva en la tierra sin dar a la tierra algún bien especial; ni hay nada tan bueno que, desviado de su buen uso, no se rebele contra su origen, cayendo en el daño. La propia virtud se vuelve vicio al ser mal aplicada, y el vicio, a veces, se dignifica en la acción. Dentro de la tierna corteza de esta débil flor tienen residencia un veneno y una potencia médica; pues, al olerla, anima con cada parte a cada parte; y al ser probada, mata todos los sentidos en el corazón. Dos reyes así enfrentados acampan en el hombre, como en las hierbas, la gracia y la ruda voluntad; y cuando predomina lo peor, muy pronto el gusano de la muerte devora esa planta. (William Shakespeare. “Romeo y Julieta”. Acto II. Escena III).
Ahondar en un texto de estas características, significa traspasar el umbral de las apariencias, dejando atrás la literalidad de los acontecimientos para entrar en el reino de lo arquetípico. Cosa poco común en las obras de teatro clásico que se llevan a escena hoy día, cuyas adaptaciones tienden a rebajar el nivel a lo más bajo, matando el espíritu y quedando sólo letra muerta. Desde luego para el elenco de Romeo y Julieta, será infinitamente más enriquecedor partir de ideas prototípicas, en donde lo simbólico juega un papel crucial, para comprender a cabalidad los caracteres de los personajes y sus relaciones entre ellos, que definen el argumento de la obra. Desde esta perspectiva, todo adquiere otra dimensión, es decir, la historia no es únicamente una reflexión sobre el poder, el odio o el amor en un sentido pasional y aún sensacional, como podría entenderse al realizar una lectura literal, sino que va más allá. Bajo esta nueva visión, los protagonistas además de estar enamorados, son dos jóvenes flechados por cupido, arrebatados por el Eros Báquico, que como dos caras de una misma moneda se encuentran necesariamente juntos caminando en pos de la Belleza, o sea, hacia la unión con el Ser Universal a través de la cópula sagrada que promueve el furor divino. Ni qué decir Fray Lorenzo, alquimista, que por lo que se ve también practica la Espagiria (medicina de los contrarios. “La ciencia de los venenos, es la ciencia de los remedios”), y que actúa como maestro y aún Psicopompos, pues conduce a los jóvenes amantes al reino subterráneo, lugar donde reconocer los aspectos inferiores, las energías ctónicas, que posibilitan hallar lo que se oculta en el interior de la tierra (de uno mismo). Basilio Valentín, célebre alquimista, expresa brillantemente este saber condensado en un término que a priori parece corresponder al nombre en latín de un conocido veneno: V.I.T.R.I.O.L.U.M, pero que al mismo tiempo representa una locución significante, pues cada letra es la inicial de una palabra, que en su conjunto describe el proceso de transmutación: “Visita el Interior de la Tierra y Rectificando Encontrarás la Piedra Oculta, Verdadera Materia”. La redención es posible penetrando a través de los estados infernales. Lo que el vulgo desprecia desechándolo por desagradable, contiene la posibilidad de la liberación. Esto, que a priori resulta contradictorio y por ello difícil de comprender, no lo es tanto si tenemos en cuenta que todo es una pura paradoja. Para entenderlo más claramente nada mejor que la analogía. Por ejemplo, ya lo hemos comentado en otra ocasión, las heces, materia hedionda y residual producida en las oscuras cavidades intestinales, son utilizadas como abono por su gran poder fertilizante. También la masa cerebral, sede de lo mental e igualmente dispuesta de manera laberíntica, funciona produciendo los inevitables excedentes psíquicos, formaciones larvales (miedos, fobias, manías, etc.), que deben ser desechadas. Por cierto, que los canales de evacuación de estas formas elementales no son sino las emociones, por donde el actor debe transitar continuamente. En este sentido, el teatro obliga a frecuentar los oscuros e intrincados pasillos interiores, cuyo recorrido traza numerosos giros y vueltas que configuran una estructura dedálica, símbolo de lo indeterminado, lo abstracto, lo divino, que se manifiesta una y otra vez de manera cíclica. Desde luego, quien deambula por estos lugares sin mapa de ruta, es decir, sin el auxilio del Conocimiento, corre el peligro de perderse, e incluso de ser devorado por sus propios demonios. El Hilo de Ariadna, es decir, la Tradición Sagrada marca el camino, señala un modo ordenado de trascender la rotación indefinida de la rueda cósmica y sus ciclos. La primera parte de este largo recorrido, está dividido en etapas o grados que constituyen la escala jerárquica del Ser, y comienza en la periferia hasta llegar al centro de dicha rueda, donde se encuentra, si así pudiera decirse, el eje inmutable que la mueve. Después comienza una segunda fase, en la que se ha de traspasar este eje (pilar básico que sostiene los fundamentos esenciales de todo lo manifestado), para adentrarse en las misteriosas profundidades del Ser y aún más allá, en la oscuridad más que luminosa del No Ser.
Por lo que se ve, todo lo creado es una expresión, un reflejo invertido de la realidad absoluta, que se manifiesta de formas indefinidas reiterando una y otra vez la misma idea. Como dice Macbeth,
MACBETH: (...) Hubiese habido un tiempo para tales palabras...
El día de mañana, y de mañana, y de mañana
se desliza, paso a paso, día a día,
hasta la sílaba final con que el tiempo se escribe.
Y todo nuestro ayer iluminó a los necios
la senda de cenizas de la muerte. ¡Extínguete, fugaz antorcha!
La vida es una sombra tan sólo, que transcurre; un pobre actor
que, orgulloso, consume su turno sobre el escenario
para jamás volver a ser oído. Es una historia
contada por un necio, llena de ruido y furia,
que nada significa.
(William Shakespeare. “Macbeth”. Acto V. Escena V).
Efectivamente, la mediocridad de la ignorancia deja poco o ningún espacio para lo significativo, con lo que la vida pasa a ser una sucesión de acontecimientos lineales sin mayor trascendencia, es decir, un sin sentido. Ahora bien, hay quien intuye que la existencia ha de esconder otros aspectos que permanecen ocultos bajo la superficie, sumergidos en las profundas aguas del saber. Y estimulado por este presentimiento comienza a buscar. Si su intención es genuina, a medida que se adentre en el camino del Conocimiento encontrará más certezas que le reafirmen en esa búsqueda. Y entonces es muy probable que comience a ver con claridad, o dicho de otro modo, a comprender que todos formamos parte de lo que podría compararse con una representación teatral. Que como actores de la misma, nuestro trabajo exige adecuarse a un orden fundamental, cuya Armonía marca la fluidez para actuar con Perfección, a imagen y semejanza del modelo prototípico. Como hace un gran actor de vocación, que celoso de su oficio procura encarnar con vivacidad la verdad de la idea escrita, expresada a través del personaje y sus circunstancias dramáticas. Para ello, el intérprete debe hacer un esfuerzo de comprensión acerca de la obra, libre de suposiciones personales que puedan desdibujar el contenido de la misma, y esto va también por el director, demasiado habituado a interpretarlo de acuerdo a su punto de vista particular, pues, ¿para qué inventarse nada, sobre todo cuando se tiene delante una buena pieza teatral, profunda y coherente, en la que todo está perfectamente formulado? Las obras de Shakespeare por ejemplo, no necesitan de añadidos ni actualizaciones, ya lo hemos comentado anteriormente; están vivas por su contenido simbólico y por ello resultan completamente actuales, porque representan ideas arquetípicas con las que el ser humano se identifica ya que conforman su propia estructura vital. Conocer y comprender la simultaneidad de sus niveles de lectura, amplía la visión y promueve percepciones que exceden el plano literal. Desde esta perspectiva aumentan considerablemente las apreciaciones del actor, pues adquiere una visión de conjunto cuya totalidad abarca los distintos planos del Ser. De lo que se deduce que el trabajo debe ser primeramente contemplativo. Algo muy diferente al método occidental, que salvo excepciones, valora la acción por encima de todo, sin tener en cuenta la necesidad de una quietud meditativa previa a toda actuación.
(...), mientras Europa ha suscrito sólo raramente, y más bien inconscientemente, esta primera verdad sobre el arte, Asia ha actuado, consistente y conscientemente, en el conocimiento de que la meta sólo se alcanza cuando el conocedor y lo conocido, el sujeto y el objeto se identifican en una única experiencia. En la religión Europea, la aplicación de esta doctrina ha sido una herejía. (Nota: Cuando el Maestro Eckhart dice, “Dios y yo somos uno en el acto de percibir-Le”, esto es difícilmente una doctrina ortodoxa). En la India, ha sido un principio cardinal de la devoción que para adorar a Dios uno debe devenir Dios. De hecho, esto es una aplicación especial del método general del yoga, que, en tanto que disciplina mental, procede desde la atención concentrada en el objeto a una experiencia del objeto por autoidentificación con él en la consciencia. En esta condición, la mente ya no es distraída por (...) la percepción, la curiosidad, el autopensamiento y la autovolición; sino que atrae hacia ella misma, (...) como desde una distancia infinita la forma misma de ese tema hacia el que la atención se dirigía originalmente. Esta forma, (...) imaginada en lineamientos más fuertes y mejores que los que el ojo vegetativo mortal puede ver, y traída, por así decir, desde una fuente interna al mundo exterior, puede usarse directamente como un objeto de adoración, o puede externalizarse en piedra o pigmento para el mismo fin. (...). (A. K. Coomaraswamy. “La Filosofía del Arte”. “Introducción al Arte del Asia Oriental”. Pág. 169).
O también puede concretarse en el trabajo de un actor al interpretar un personaje durante una representación dramática.
Estas ideas están desarrolladas en el procedimiento ritual que encontramos prescrito sobre las imágenes en los Sadhanamalas medievales. Los detalles de estos rituales son muy ilustrativos, y aunque se enuncian con referencia especial a las imágenes de culto, son de aplicación completamente general, puesto que el tema del artista sólo puede considerarse debidamente como el objeto de su devoción, (...). Así pues, el artista, purificado por un ritual espiritual y físico, trabajando en soledad, y haciendo uso para su propósito de una prescripción canónica (sadhana, mantra), tiene que realizar, primero de todo, una autoidentificación completa con el concepto indicado, y esto es un requisito necesario aunque la forma que haya de representar incorpore características sobrenaturales terribles o sea de sexo opuesto al suyo propio; entonces, la forma deseada “se revela visualmente contra el cielo, como si se viera en un espejo, o en un sueño”, y usando esta visión como su modelo, el artista comienza a trabajar (...).
En las palabras de Ching Hao, un artista y autor chino del período T´ang, el Pintor Misterioso “Primero experimenta en la imaginación los instintos y pasiones de todas las cosas que existen en el cielo o en la tierra; entonces, en un estilo apropiado al tema, las formas naturales fluyen espontáneamente de su mano” (...). (A. K. Coomaraswamy. “La Filosofía del Arte”. “Introducción al Arte del Asia Oriental”. Pág. 170, 171).
Por supuesto, esto es válido también para el autor, cuya labor se verá irremediablemente empobrecida si ignora los Principios Universales, es decir, si trabaja apoyado única y exclusivamente en la propia visión personal, que por su naturaleza tiende siempre hacia lo anecdótico y literal sin posibilidad de nada que vaya más allá de una mera secuencia indefinida de sucesos insignificantes, los que en su conjunto conformarán una trama más bien intrascendente y aburrida.
Trabajar con conocimiento de causa implica saber cual es esa causa por la que se trabaja, que será infinitamente más plena y enriquecedora cuanto más se acerque a lo esencial. En ese sentido, resulta reveladora aquélla historia sobre un indio a quien le preguntaron acerca de las propiedades medicinales de ciertas plantas que él conocía y utilizaba en sus ritos sanadores, en los que estaban incluidos cantos sagrados como parte de un conjunto sembrado de gestos significativos. Entonces, el interrogador le pidió unas cuantas hierbas con el propósito de curar a otras gentes, a lo que el indio respondió: pero si no cantas ¿De qué va a servir?
El forastero, al ignorar las cualidades de lo sagrado sólo captó lo superficial y el indio se lo señaló con su pregunta. De ese modo, el extranjero tuvo la posibilidad de intuir aspectos con los que establecer una identificación por encima de su individualidad. Si lo hizo o no es otra historia.
Lo mismo puede suceder durante una representación teatral, y cualquier espectador con la suficiente receptividad, podría tener en un momento dado intuiciones, revelaciones, como chispazos de entendimiento que proceden del intelecto divino, sobre todo si el argumento enmascara una estructura simbólica, válida para transmitir ciertas vibraciones sutiles que resuenan por afinidad en lo más profundo de quien es apto para recibirlas, actuando como un despertador de la conciencia. Ni qué decir que aquéllas Ideas-Fuerza desplegadas durante la obra de forma más o menos velada superan cualquier filiación sentimental con este o aquél personaje; exceden lo conmovedor, lo emotivo y en definitiva cualquier particularidad individual. Una identificación tal nunca estará basada únicamente en simpatías afectivas, sino ante todo en certezas que se experimentan en lo más profundo del ser, reconociendo una semejanza esencial con la idea que se está expresando. En cualquier caso, el propio hecho teatral es un símbolo en sí mismo, pues como ya se apuntó anteriormente, contiene la idea de que todo lo manifestado es una realidad menor, un reflejo de lo invisible, que para expresarse necesita una limitación, es decir, un enmarque indispensable en el que fijar lo indeterminado, que al concretarse como una reflexión de su propia mismidad, configura un orden, unas normas o leyes universales que constituyen nuestras coordenadas espacio-temporales, la caja escénica que marca la diferencia entre lo que es y lo que no es. En efecto, el gesto gratuito y misterioso que signa la creación, necesariamente debe tener una restricción que ponga límites a ese impulso, de lo contrario, queda sujeto a su propia indefinidad abstracta. En este sentido, puede decirse que existe una distancia entre teatro y realidad manifestada, la cual viene dada porque el primero suele encuadrarse dentro de un escenario, que establece una separación natural entre ambos aspectos, por lo que el espacio escénico resulta una imagen significante, un símbolo que revela la autolimitación que lo indeterminado ejerce sobre sí mismo para ser. Desde esta perspectiva, el espacio como concepto se muestra de forma cualitativa, es decir, que los puntos cardinales, incluidos el cenit y el nadir, son potencias, puertas a lo indeterminado, pues además de concretar una ubicación física, simbolizan los límites que marcan las entradas o salidas, si así pudiera decirse, a los distintos planos o mundos del Ser. Ni qué decir del tiempo, tan necesario para poner fin a aquello que ha agotado todas sus posibilidades. A este respecto, Federico González y Mireia Valls, autores del libro “Presencia viva de la Cábala” señalan que
(...) esta autolimitación del Dios Supremo es el acto que hace posible que la Creación tenga lugar, y ese acto es la expresión por tanto del atributo de su Juicio (...), pues para los cabalistas la cualidad propia del juicio, como del rigor (...), es “la imposición de límites y la determinación precisa de las cosas”, definición que cuadra perfectamente con lo que es el hecho creador en sí, en cualquiera de sus manifestaciones: delimitar un espacio para que la obra sea. Naturalmente la Creación es un misterio, y lo que hace en este caso Luria, voz de la Cábala, es dotar al hombre de elementos teóricos para comprenderlo en la medida que sea, en la seguridad de que meditando y reflexionando constantemente en todo ello llegue un momento, tarde o temprano, en que “intuya” o se le haga clara en una síntesis total la naturaleza de ese misterio. No de lo que significa, sino de lo que es en sí mismo, despojado de cualquier otro atributo (...). (Colaboración de Francisco Ariza para el libro de Federico González y Mireia Valls. “Presencia Viva de la Cábala”. “Isaac Luria”. Pág. 249).
Llegados a este punto, queremos hacer hincapié en la importancia de la metafísica como culminación en la vía del Conocimiento. Igualmente insistir en la eterna necesidad del hombre por encontrar un modelo que le facilite el camino hacia la comprensión de las Ideas Universales, las que querámoslo o no, conforman nuestra verdadera identidad. El teatro, entendido como Arte Sagrado bien puede ser un procedimiento, como tantos otros, que conduce hacia la Sabiduría. Pero no hay que confundir el fin con los medios, pues si el arte no es
(...) nada más que la ciencia de hacer toda cosa por el bien físico y metafísico del hombre; (...). (A. K. Coomaraswamy. “¿Acaso soy el guardián de mi hermano?”. Pág. 23).
Debe quedar claro entonces, que como expresión de lo indeterminado su fin último es el de la realización suprahumana y por lo tanto todo apego hacia el propio vehículo y los frutos individuales que de él se puedan obtener sólo constituye un lastre que complicará enormemente la eficacia de estos trabajos, que ante todo han de estar caracterizados por un desapego total hacia la individualidad y sus producciones, lo que resulta paradójico, pues el soporte es el individuo mismo. Pero esto último, en absoluto ha de suponer un impedimento; bien al contrario, constituye uno de los fundamentos básicos para realizar la gnosis.
Como director y fundador de la Colegiata Marsilio Ficino y de la revista Symbolos y su anillo telemático, quiero presentar este nuestro blog oficial de la Colegiata, que esperamos sea ágil y dinámico pese a la profundidad del pensamiento que le es inherente. Lo hacemos también con el Teatro de la Memoria, una nueva manera de percibir lo ilusorio y la ficción que uno puede vivir trabajando en el laboratorio de su alma e intelecto, lo cual es una novedad ya presentida en el tratamiento de la cosmovisión y su representación teatral. Por lo que deseo a esta forma de expresión del Arte –que sin embargo tiene precedentes ilustres– la mejor de las andaduras y el mayor éxito.
Federico González
Federico González
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