Sócrates.- Me fijo, Ión, y me dispongo a mostrarte lo que a mí me parece que es. Eso que a ti te permite hablar correctamente sobre Homero no es una técnica, como decía ahora mismo, sino una fuerza divina que te mueve como la que está en la piedra que Eurípides llamó «magnética» y la mayoría «heraclea». En verdad, esa piedra no sólo une las propias cadenas de hierro, sino que introduce una fuerza en ellas de tal modo que pueden hacer eso mismo que la piedra hace, es decir, unir otras cadenas, de manera que a veces una gran fila de cadenas de hierro queda unida a otra gran fila. En toda esta fila la fuerza se origina a partir de aquella piedra. Así también, la propia Musa hace inspirados, y por medio de ellos se forma una gran fila con otros que están inspirados. Pues todos los poetas buenos de la epopeya cantan los grandes poemas épicos no gracias a una técnica, sino porque están inspirados y sometidos. También los poetas líricos buenos actúan de igual manera. Lo mismo que los que están afectados por el frenesí de los coribantes bailan sin estar en su sano juicio, así también los poetas líricos componen esos bellos cantos cuando no están en su sano juicio, es decir, cuando se adentran en la armonía y el ritmo, y están dominados y poseídos por el furor báquico, al igual que las bacantes que sacan para sí miel y leche de los ríos cuando están poseídas y serenas; también el alma de los poetas líricos trabaja eso que ellos mismos dicen. Pues dicen los poetas que nos traen sus cantos tras cogerlos de las fuentes que destilan miel, de los jardines y valles de las Musas, y que, al igual que las abejas, ellos también revolotean. Y dicen verdad. Pues el poeta es una cosa ligera, alada y sagrada, y no es capaz de poetizar hasta que no llegue a estar inspirado, sin razón, y la inteligencia ya no esté dentro de él. Mientras tenga esa posesión, le es imposible a todo hombre poetizar y vaticinar. No por medio de una técnica hacen y dicen los poetas numerosas cosas bellas sobre asuntos muy diversos, como tú sobre Homero, sino por medio de una condición divina. Cada uno sólo es capaz de hacer bien aquello en lo que la Musa lo ha distinguido: uno ditirambos, otro encomios, otro pantomima musical, otro epopeyas, y otro yambos. Con las demás cosas, cada uno de éstos es incapaz. Pues no recitan y cantan gracias a una técnica, sino a una fuerza divina, puesto que si supiesen hablar de una sola cosa gracias a una técnica, podrían hacerlo también de todas las otras; por eso la divinidad, al quitarles la inteligencia, se sirve de estos ayudantes, de los adivinos y de los videntes divinos, para que nosotros, al oírlos, conozcamos que no son ellos, privados de su inteligencia, quienes dicen cosas excelentes, sino que es la divinidad misma quien habla y se dirige a nosotros a través de ellos. Un magnífico ejemplo para este discurso es Tínico de Calcis, el cual no hizo ningún otro poema, que alguien considerase digno de ser recordado, más que un peán que todos cantan. Es prácticamente el más bello de todos los poemas hecho sin técnica, como él mismo dice «una invención de las Musas». Pues ciertamente a mí me parece que con este poema la divinidad nos viene a demostrar, para que no dudemos, que estos bellos poemas no son humanos ni propios de los hombres, sino divinos y propios de las divinidades, y que los poetas no son más que intérpretes de los dioses que están poseídos cada uno por la divinidad que los gobierna. La divinidad cantó este bellísimo poema sirviéndose del poeta más inexperto para que pudiéramos darnos cuenta de ello. ¿No te parece que digo la verdad, Ión?
Ión.- ¡Por supuesto que sí, por Zeus! Me has tocado el alma con tus palabras, Sócrates. También a mí me parece que los buenos poetas, gracias a una condición divina, nos manifiestan estos asuntos de los dioses.
Sócrates.- ¿Acaso vosotros, los rapsodas, interpretáis, a su vez, la obra de los poetas?
Ión.- También dices ahora la verdad.
Sócrates.- Entonces, ¿os convertís en intérpretes de los intérpretes?
Ión.- Por completo.
Sócrates.- Ea, pues, Ión, contéstame y no me ocultes lo que te voy a preguntar. Cuando recitas bien los poemas épicos e impresionas mucho a los espectadores, bien cuando cantas a Odiseo lanzándose sobre el umbral, haciéndose visible a los pretendientes y lanzando flechas a los pies, o a Aquiles dirigiéndose contra Héctor, o alguno de los lamentos de Andrómaca, o de Hécuba, o de Príamo, ¿estás entonces en tu juicio o te encuentras fuera de ti y tu alma, entusiasmada, cree que está en los asuntos que canta, en Itaca, en Troya, de modo que tu relato también lo esté?
Ión.- jQué evidente me resulta el ejemplo que dices, Sócrates! Te voy a hablar sin ocultar nada. Cuando yo digo algo que provoca pena, mis ojos se llenan de lágrimas, y cuando digo algo espantoso o terrible, los cabellos se me erizan por el miedo y mi corazón palpita.
Sócrates.- ¿Y entonces, qué? ¿Podemos decir, así pues, que está en su juicio el hombre que vestido con trajes llamativos y coronas doradas, llora en los sacrificios y en las fiestas solemnes, sin que haya perdido nada de su indumentaria, o que siente mucho miedo cuando se encuentra entre veinte mil amigos, sin que le quiten nada ni le hagan daño?
Ión.- ¡No, por Zeus! ¡De ninguna manera, Sócrates! Que la verdad sea dicha.
Sócrates.- ¿Sabes, sin duda, que vosotros provocáis esas mismas cosas en los espectadores?
Ión.- Lo sé perfectamente. Pues los observo siempre desde arriba, desde el estrado, llorando, mirándome con miedo y asombrándose con mis palabras. Necesito prestarles mucha atención, pues si les hago llorar, yo mismo reiré cuando coja el dinero, pero si les hago reír, lloraré cuando pierda el dinero.
Sócrates.- ¿Sabes que ese espectador es el último de los anillos de los que yo decía que adquirían la fuerza entre sí gracias a la piedra Heraclétida? Tú, rapsoda y actor, eres el del medio, y el primero es el poeta mismo. La divinidad, a través de todos ellos, eleva el alma de los hombres hasta donde quiera haciendo que fluya la fuerza entre unos y otros. Y al igual que ocurría con aquella piedra, queda unida una grandísima cadena de danzantes, maestros, ayudantes de maestros, permaneciendo los anillos de ésta unidos por los flancos y colgados de la Musa. Cada poeta está unido con su Musa correspondiente -llamamos a esto «está poseído», o lo que es igual: «está dominado»-.
Platón. Ión, Timeo, Critias. Alianza Editorial, Madrid, 2007
No hay comentarios:
Publicar un comentario