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En los años 30 Antonin Artaud, actor y autor teatral de cierto mérito escribe un manifiesto que sorprende por su lucidez. En dicho alegato, el señor Artaud explica que el teatro se ha convertido en algo inútil, pues el pensamiento occidental lo ha reducido a lo puramente lúdico. Esta forma de Arte Sagrado ha sido destruida por los valores burgueses y el mejor y más distinguido teatro que puede verse en occidente se sustenta exclusivamente en lo anecdótico, con una trama que se establece generalmente en base a las relaciones psicológicas entre personajes, sin permitir otras posibilidades que exceden con mucho a aquellas historias más o menos insignificantes en las que se asientan los fundamentos de nuestro adorado teatro.
Lo que sí es cierto es que en último término todo “canta” a lo más alto, pues ese es el principio y el fin de todo lo manifestado. Pero la presunción del hombre de nuestros días es tal, que habiéndose proclamado autosuficiente, ha quedado atrapado en su propio “yo individual” al que rinde culto hasta la obsesión.
Lo que sí es cierto es que en último término todo “canta” a lo más alto, pues ese es el principio y el fin de todo lo manifestado. Pero la presunción del hombre de nuestros días es tal, que habiéndose proclamado autosuficiente, ha quedado atrapado en su propio “yo individual” al que rinde culto hasta la obsesión.
A este respecto, Artaud señala que el objeto del teatro “no es resolver conflictos sociales o psicológicos, ni servir de campo de batalla a las pasiones morales, sino expresar objetivamente ciertas verdades secretas, sacar a la luz por medio de gestos activos ciertos aspectos de la verdad que se han ocultado en formas en sus encuentros con el devenir”.
Teniendo pues en cuenta, que lo simbólico como manifestación de lo espiritual adquiere distintas formas, de acuerdo con las circunstancias históricas y culturales del momento para que pueda ser comprendido por la gente de ese tiempo, y la cadena de Conocimiento continúe transmitiéndose a través de los siglos, el teatro bien entendido, como hecho simbólico que es, también se adaptará naturalmente a las circunstancias temporales, vehiculando ideas espirituales y metafísicas a través de temas que se ajustarán a las preocupaciones de la época. Argumentos que siempre tienen como trasfondo el drama cósmico de la vida, donde las fuerzas naturales, el azar, la justicia o la providencia, por decir algunas de entre muchas, constituyen una trama que principalmente se fundamenta en ideas arquetípicas. El espectador tiene entonces la posibilidad de realizar distintas lecturas de lo que ve, dependiendo de su capacidad intelectual, desde la más literal, hasta la metafísica.
Peter Brook, autor y director teatral dice que Shakespeare es el modelo en este sentido: “Su objetivo es siempre sagrado, metafísico, pero nunca comete el error de permanecer demasiado tiempo en el nivel más alto. Sabía lo difícil que nos resulta mantenernos en compañía con lo absoluto, y por eso nos envía continuamente a tierra”.
En cualquier caso, recuperar el significado original del teatro, equivale a restaurar su carácter sagrado, cuya consumación desde esa perspectiva cumple una función indispensable para cualquier sociedad que se precie de civilizada.
Tal es el caso del teatro Balinés y el teatro Noh japonés (tendente a lo metafísico), que en oposición al teatro occidental (tendente a lo psicológico), nunca perdió su carácter ritual, en donde los actores representan las gestas que dioses y héroes mitológicos sostienen, asumiendo que con esta operación encarnan ciertas energías propias de estos dioses y héroes míticos. Los gestos y voces que se suceden, son la repetición de esos modelos ejemplares, es decir, que son un equivalente de aquellos gestos que por decirlo de alguna manera, los dioses realizan en tiempos pretéritos, estableciendo un modelo Ideal que sienta las bases de la cultura. Este hecho los convierte en sagrados y su reiteración periódica es regeneradora, pues nos devuelve a ese momento primigenio que entronca con lo eterno.
Participar en este acontecimiento es rememorar aquello que se encuentra en el propio tejido vital, lo que nos remite a un origen sagrado que durante la dramatización del Misterio es evocado por actor y espectador. Tanto el primero como el segundo se identifican con lo sagrado de una manera eficaz. A través de gestos y palabras simbólicas el actor personifica ciertas Ideas que por su naturaleza establecen un Orden prototípico. Cuando se produce en el espectador una receptividad sincera a este hecho, algo en él mismo despierta. El observador recupera la noción esencial de las cosas, se percibe a sí mismo como participante directo, se reconoce como parte de esas Ideas porque desde siempre han estado en él, o mejor, son él desde siempre, conformando su propio ser. Así es como se produce lo que se llama una catarsis, una purificación en el sujeto, que liberado de su yo individual, ya no experimenta la distinción entre el que ve y lo visto. Para él, los conceptos exterior e interior han devenido en una misma y única cosa: el Ser.
Para Artaud el modelo ideal de teatro es aquél que cumple una función trascendental, que trata temas cósmicos y universales a través de asuntos que se corresponden con las inquietudes del momento histórico: “Renunciando al hombre psicológico (...), el teatro de la Crueldad se dirigirá al hombre total y no al hombre social sometido a las leyes y deformado por preceptos y religiones (...). Considerar al teatro como una función psicológica o moral de segunda mano y suponer que hasta los sueños tienen sólo una función sustitutiva es disminuir la profunda dimensión poética de los sueños y del teatro. Si el teatro es, como los sueños, sanguinario e inhumano, manifiesta y planta inolvidablemente en nosotros, mucho más allá, la idea de un conflicto perpetuo y de un espasmo donde la vida se interrumpe continuamente, donde todo en la creación se alza y actúa contra nuestra posición establecida, perpetuando de modo concreto y actual las ideas metafísicas de ciertas fábulas que por su misma atrocidad y energía muestran su origen y su continuidad en principio esenciales”.
En este sentido, el Teatro de la Memoria que la Colegiata Marsilio Ficino viene desarrollando, nace como una forma que se adapta a estos tiempos, para expresar verdades de carácter universal, manifestando así un modelo pleno de significado que por simbólico vibra en diferentes planos.
Un acto sagrado y liberador, capaz de provocar rupturas de nivel gracias al impulso del espíritu que se manifiesta a través del drama de la vida con sus paradojas aparentemente irreconciliables.
Teniendo pues en cuenta, que lo simbólico como manifestación de lo espiritual adquiere distintas formas, de acuerdo con las circunstancias históricas y culturales del momento para que pueda ser comprendido por la gente de ese tiempo, y la cadena de Conocimiento continúe transmitiéndose a través de los siglos, el teatro bien entendido, como hecho simbólico que es, también se adaptará naturalmente a las circunstancias temporales, vehiculando ideas espirituales y metafísicas a través de temas que se ajustarán a las preocupaciones de la época. Argumentos que siempre tienen como trasfondo el drama cósmico de la vida, donde las fuerzas naturales, el azar, la justicia o la providencia, por decir algunas de entre muchas, constituyen una trama que principalmente se fundamenta en ideas arquetípicas. El espectador tiene entonces la posibilidad de realizar distintas lecturas de lo que ve, dependiendo de su capacidad intelectual, desde la más literal, hasta la metafísica.
Peter Brook, autor y director teatral dice que Shakespeare es el modelo en este sentido: “Su objetivo es siempre sagrado, metafísico, pero nunca comete el error de permanecer demasiado tiempo en el nivel más alto. Sabía lo difícil que nos resulta mantenernos en compañía con lo absoluto, y por eso nos envía continuamente a tierra”.
En cualquier caso, recuperar el significado original del teatro, equivale a restaurar su carácter sagrado, cuya consumación desde esa perspectiva cumple una función indispensable para cualquier sociedad que se precie de civilizada.
Tal es el caso del teatro Balinés y el teatro Noh japonés (tendente a lo metafísico), que en oposición al teatro occidental (tendente a lo psicológico), nunca perdió su carácter ritual, en donde los actores representan las gestas que dioses y héroes mitológicos sostienen, asumiendo que con esta operación encarnan ciertas energías propias de estos dioses y héroes míticos. Los gestos y voces que se suceden, son la repetición de esos modelos ejemplares, es decir, que son un equivalente de aquellos gestos que por decirlo de alguna manera, los dioses realizan en tiempos pretéritos, estableciendo un modelo Ideal que sienta las bases de la cultura. Este hecho los convierte en sagrados y su reiteración periódica es regeneradora, pues nos devuelve a ese momento primigenio que entronca con lo eterno.
Participar en este acontecimiento es rememorar aquello que se encuentra en el propio tejido vital, lo que nos remite a un origen sagrado que durante la dramatización del Misterio es evocado por actor y espectador. Tanto el primero como el segundo se identifican con lo sagrado de una manera eficaz. A través de gestos y palabras simbólicas el actor personifica ciertas Ideas que por su naturaleza establecen un Orden prototípico. Cuando se produce en el espectador una receptividad sincera a este hecho, algo en él mismo despierta. El observador recupera la noción esencial de las cosas, se percibe a sí mismo como participante directo, se reconoce como parte de esas Ideas porque desde siempre han estado en él, o mejor, son él desde siempre, conformando su propio ser. Así es como se produce lo que se llama una catarsis, una purificación en el sujeto, que liberado de su yo individual, ya no experimenta la distinción entre el que ve y lo visto. Para él, los conceptos exterior e interior han devenido en una misma y única cosa: el Ser.
Para Artaud el modelo ideal de teatro es aquél que cumple una función trascendental, que trata temas cósmicos y universales a través de asuntos que se corresponden con las inquietudes del momento histórico: “Renunciando al hombre psicológico (...), el teatro de la Crueldad se dirigirá al hombre total y no al hombre social sometido a las leyes y deformado por preceptos y religiones (...). Considerar al teatro como una función psicológica o moral de segunda mano y suponer que hasta los sueños tienen sólo una función sustitutiva es disminuir la profunda dimensión poética de los sueños y del teatro. Si el teatro es, como los sueños, sanguinario e inhumano, manifiesta y planta inolvidablemente en nosotros, mucho más allá, la idea de un conflicto perpetuo y de un espasmo donde la vida se interrumpe continuamente, donde todo en la creación se alza y actúa contra nuestra posición establecida, perpetuando de modo concreto y actual las ideas metafísicas de ciertas fábulas que por su misma atrocidad y energía muestran su origen y su continuidad en principio esenciales”.
En este sentido, el Teatro de la Memoria que la Colegiata Marsilio Ficino viene desarrollando, nace como una forma que se adapta a estos tiempos, para expresar verdades de carácter universal, manifestando así un modelo pleno de significado que por simbólico vibra en diferentes planos.
Un acto sagrado y liberador, capaz de provocar rupturas de nivel gracias al impulso del espíritu que se manifiesta a través del drama de la vida con sus paradojas aparentemente irreconciliables.
Carlos Alcolea
1 comentario:
Sólo unas líneas para agradecer este "post" bello y esclarecedor de Carlos Alcolea y todos los trabajos de todo orden de la Colegiata Marsilio Ficino, expresiones de un Teatro de la Memoria que aspira a lo más alto.
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